ABC 14/04/17
JOSÉ MARÍA CARRASCAL
· Cuarenta años más tarde, se discute, no ya la República, ni el franquismo, sino la Transición
HAN pasado 86 años desde la proclamación de la Segunda República española, periodo más que suficiente para tenerla analizada, juzgada y encasillada en la historia. Pero los españoles seguimos sin ponernos de acuerdo sobre ella. La polémica continúa en libros, artículos, ensayos. Mala señal: significa que no la hemos metabolizado. Más que contribuir al debate, quisiera que este comentario fuera una explicación de aquel periodo, breve y azaroso, lleno de esperanzas y desilusiones. Por lo pronto, no hubo una República sino cinco: la del primer gobierno de Azaña, empeñado en hacer la revolución burguesa con reformas en el campo, la educación, el ejército, la iglesia, la sociedad. Hubo la República de los trabajadores, a quienes no bastaban las reformas burguesas y exigían una revolución al estilo de la soviética, con nacionalizaciones y vuelco social. Hubo la de los conservadores, que admitían cambios, pero no radicales. Por último, hubo la República de los que, habiendo hecho ya su revolución burguesa –catalanes y vascos–, buscaban su nacionalismo particular, con estatutos de autonomía que les diera el control de sus asuntos. Demasiadas contradicciones demasiado profundas para tender puentes entre ellas, menos, en un país poco desarrollado, con abundante analfabetismo y apenas experiencia democrática. Nada de extraño que la II República tuviera dos levantamientos, el del general Sanjurjo en 1932, aplastado sin problemas, y el del PSOE y Cataluña en 1934, que requirió traer tropas de África para sofocarlo. Aparte, naturalmente, del de 1936, que acabaría con la República tras una sangrienta guerra civil, al no ponernos los españoles de acuerdo sobre ella. Mejor dicho: al imponerse los extremistas en ambos bandos y no quedar otra salida que las armas. Claro que aquella era una España de contrastes acentuados, de ricos y pobres, de católicos y anticatólicos, de izquierdas y derechas puras y duras, incapaces de dirimir sus diferencias más que en una lucha feroz, en la que una mitad aplastaría a la otra. A lo que siguió un largo periodo de penalidades y silencios. Igual hubiera ocurrido de haber ganado la otra mitad.
Tan amarga experiencia hizo que, cuarenta años después, los españoles que se habían matado como si fueran los mayores enemigos decidieran que aquello no podía continuar, que era necesario un armisticio entre las ideologías para poder vivir en paz. Eso fue la Transición: un pacto para no seguir matándose, en el que todos cedían dogmas para ganar vida. Otros cuarenta años más tarde, sin embargo, vuelven las viejas barreras y se discute, no ya la República, ni la Guerra, ni el franquismo, sino la Transición. No son pocos los que la consideran una traición. Sin tener en cuenta lo que eso significa: volver al cainismo. Olvidando que el mundo, y España sobre todo, son distintos. Que aquel inmenso páramo que era en 1931, al que se le discutía incluso si pertenecía a Europa, es hoy uno de los países más pujantes y visitados del continente. Pero parece que los españoles seguimos siendo los mismos que hicieron fracasar la Segunda República, incapaces de entenderse, de aguantarse mutuamente. ¿Hasta cuándo?