La Comisión Europea (CE) presentó el miércoles el borrador de reforma del Pacto de Estabilidad y Crecimiento suscrito a finales de los noventa por los 27 Estados miembros de la UE para asegurar la viabilidad del euro, consistente en el control fiscal de los miembros del club por parte de la propia Comisión y el Consejo de Ministros y cuya regla de oro limita la deuda y el déficit público de los socios al 60% y al 3% de su PIB respectivamente. «Bruselas pedirá un ajuste completo a países con deuda elevada como España», anunciaba aquí Mercedes Serraller, un título muy a tono con la importancia teórica del evento. El asunto, sin embargo, ha desfilado sin pena ni gloria por el bosque desencantado de una actualidad llena de sobresaltos como es la española. Principalmente porque la credibilidad de la CE está horas bajas o muy bajas, consecuencia de muchas cosas, entre ellas de su demostrada incapacidad para hacer cumplir las propias reglas comunitarias. A las instituciones de la Unión, principalmente a la Comisión, ya no se las toma en serio casi nadie después de unos años, particularmente los últimos, en que hemos visto desfilar ante nuestros ojos el espectáculo de pavorosa ineficacia provocado por la pandemia, la guerra de Ucrania o esa estrategia de transición energética empeñada en la renuncia drástica a los combustibles fósiles sin fuentes de energía alternativas, lo que pone en grave riesgo el crecimiento y la competitividad de la economía del viejo continente.
Ver al presidente francés Macron, uno de los indiscutibles líderes de la UE, arrastrarse como un mendigo (¡ay, el petróleo!) con la mejor de sus sonrisas ante un sanguinario personaje como Maduro en la cumbre del clima de Sharm el-Sheij, no hace sino ratificar las miserias que actualmente corroen a un proyecto tan noble, tan grande, tan trascendente, como el edificado en su día por los fundadores del Tratado de Roma. Ver a la presidenta de la CE, Von der Leyen, miembro del Partido Popular Europeo, totalmente entregada a verdes y socialdemócratas al objeto de asegurar su reelección, su carrera personal, solo puede producir vergüenza ajena. Desde la llegada de la pandemia a principios de 2020, en la Unión han ocurrido muchas cosas y casi todas malas, la más llamativa de las cuales es que casi todos los países han visto crecer su deuda pública de forma alarmante, algunos hasta en más de 20 puntos porcentuales, con los sospechosos habituales (léase Italia y España) encabezando el ranking. El elefante en la habitación o la evidencia de que, tras cuatro años de total ausencia de reglas fiscales, algo había que hacer más pronto o más tarde, alguna decisión había que tomar para poner coto a una deriva que solo la actitud contemplativa, alejada de la neutralidad política y de toda prudencia, del Banco Central Europeo (BCE) ha evitado que terminara en desastre.
Si Sánchez tenía algún miedo de que Bruselas pudiera apretarle las clavijas, la Comisión se lo acaba de quitar de un plumazo. Adiós a cualquier tipo de rigor en el manejo de las variables macroeconómicas. La Comisión le ha liberado de cualquier freno
Y lo que ha hecho la CE, muy en línea con la parálisis que corroe al proyecto comunitario, ha sido darle hilo a la cometa. Como todo el mundo es consciente de que reconducir los niveles de deuda hacia la frontera del 60% del PIB es tarea de imposible cumplimiento, y más en la vorágine populista que vivimos, una meta del todo irreal particularmente cuando de los países del «club Med» se trata, pero como al mismo tiempo esa limitación no se puede suprimir de un plumazo porque está en los tratados de la Unión (artículos 121 y 126 del Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea), lo que ha hecho la Comisión ha sido darle la vuelta como a un calcetín y enmascarar su incumplimiento con el relato piadoso de lo posible. Patada a seguir. ¿Cómo? Presénteme usted un plan fiscal a cuatro años, que los «malotes» del sur podrán alargar hasta siete años, basado en un recorte paulatino del ratio deuda/PIB, plan que yo me encargaré de vigilar con la manga ancha que me caracteriza, pero mucho ojo, porque, puestos a meter miedo, también habrá «un mayor abanico de sanciones, pero con reducción de importes». Vino con gaseosa. «Lo que importa para la sostenibilidad de la deuda es que los Estados miembros vayan reduciendo la suya de forma realista, gradual y sostenida», ha dicho el comisario de Economía, el italiano (quién si no) Gentiloni.
¿Recupera la CE algo de credibilidad con este borrador de reforma -que se aplicará a partir de 2024- de las reglas fiscales? Habrá que ver cuál es la reacción de los países del norte, a la luz de las consecuencias que para la estabilidad del euro vaya a suponer este abandono de la ortodoxia presupuestaria. Por lo que a España respecta, si Pedro Sánchez tenía algún miedo -es un decir, porque el personaje es muy capaz de pasarse cualquier regla por el arco del triunfo- de que Bruselas pudiera apretarle las clavijas obligándole a caminar a lo largo de 2023 por la senda de una cierta consolidación fiscal, la Comisión se lo acaba de quitar de un plumazo. Adiós a cualquier tipo de rigor en el manejo de las variables macroeconómicas. La Comisión le ha liberado de cualquier freno. De hecho, le da otro año más, y van cuatro, de barra libre para gastar lo que quiera y cómo quiera, para disponer a su antojo del dinero público en todo tipo de gasto improductivo con el objetivo puesto, lo sabe cualquier español mínimamente letrado, en asegurar su reelección sobre la base de incorporar a la nómina de las ayudas públicas a cada vez más grupos o sectores de población dispuestos, o eso piensa él y su troupe, a votarle en noviembre del año que viene.
El mercado será el juez que colocará a los Gobiernos manirrotos y al propio euro frente a la cruda realidad
Escribía Serraller este miércoles en VP que «España se jugaba mucho con el posible retorno de estas reglas. En concreto y al margen de una deuda que casi duplica la exigencia del 60%, el objetivo de déficit público marcado por el Gobierno para este año se sitúa aún en el 5% del PIB, dos puntos por encima del límite del 3%. El borrador conocido le libra de entrada de un ajuste de cerca de 25.000 millones en 2023, que debería acometer en víspera de las elecciones generales». Ningún problema para Sánchez y menos proveniente de esta UE dispuesta a mirar hacia otro lado cuando de cumplir su propia Ley se trata. Hay, sin embargo, un enemigo tan poderoso como invisible que vendrá silencioso a su hora dispuesto a poner a cada uno en su sitio: el mercado. Inapelablemente vamos a asistir a la sustitución de la disciplina del Pacto de Estabilidad y Crecimiento por la disciplina del mercado. El recuerdo de lo ocurrido recientemente en Gran Bretaña con Liz Truss está muy presente. El mercado será el juez que, lejos ya las políticas de un BCE dispuesto a monetizar cualquier cantidad de deuda emitida por los Estados miembros y a mantener tipos de interés negativos, colocará a los Gobiernos manirrotos y al propio euro frente a la cruda realidad.
Que no puede ser más dura en el caso español. Escribía aquí Alberto Recarte hace escasas fechas que «si los tipos de interés a los que se coloca esa deuda [en las nuevas circunstancias de un BCE reduciendo balance y subiendo tipos] subieran al 4%, por ejemplo, el gasto en intereses supondría más de 60.000 millones de euros anuales. Ese gasto no se producirá en uno, sino en cinco o seis años, pero es seguro que ocurrirá». Lo avanzaba también en Vozpópuli José Luis Feito el 20 de septiembre: «Si persiste la guerra de Ucrania, se desencadenará de manera inevitable una crisis de deuda soberana en la eurozona, entendiendo por tal una situación en la cual los agentes privados exigen rendimientos muy superiores a los actuales para no vender o para renovar parte de sus tenencias de deuda pública y privada de Italia y otros países con elevada deuda y déficit públicos». De España, sin ir más lejos. Cuestiones todas que a nuestro Antonio Sánchez no le quitan el sueño. Él prosigue incansable su tarea de demolición del edificio constitucional español, en la doble vertiente política (la desaparición del delito de sedición, ahora mismo, como le exigen sus socios de investidura) y económica: la quiebra del Estado, víctima de una deuda pública imposible de financiar en el mercado. A gastar, a gastar, que el mundo se va a acabar.