ABC 18/07/13
ISABEL SAN SEBASTIÁN
La libertad de Urrusolo Sistiaga es otra promesa incumplida, amén de un salivazo a nuestra dignidad maltrecha
EN esta España acomplejada, o atenazada de miedo ante la posibilidad de que ETA vuelva a empuñar las armas, matar sale muy barato, insultantemente barato, hasta el punto de valorar la vida humana a precio de auténtica ganga: menos de un año de cárcel por cada existencia truncada, merced a las progresiones de grado y permisos penitenciarios otorgados de manera arbitraria.
El último beneficiario de una medida de gracia, enmarcada en el proceso infame que entabló Zapatero con la organización terrorista y que el actual Gobierno no ha querido, podido o sabido abortar, es José Luis Urrusolo Sistiaga, uno de los sicarios más sanguinarios de la banda, detenido en 1997 tras un larguísimo historial de secuestros, coches bomba, ametrallamientos y tiros en la nuca, condenado a más de cuatrocientos años de cárcel por diecinueve asesinatos probados, a los que se añade un interminable rosario de delitos menores, y actualmente inmerso en eso que llaman la «vía Nanclares», eufemismo con el que se denomina la salida por la puerta de atrás de los etarras que deciden acogerse voluntariamente a ella con el fin de acortar su estancia en prisión. O sea, la desvergonzada impunidad que se les regala.
En este caso ha sido el juez de la Audiencia Nacional, Fernando Grande Marlaska, quien ha concedido un permiso de tres días a este monstruo, en contra del criterio del juez de vigilancia penitenciaria y de la Fiscalía. Sostiene el magistrado, para justificar su «generosidad», que Urrusolo Sistiaga es un «arrepentido» porque se ha alejado de la disciplina del hacha y la serpiente, ha firmado un papel impersonal en el que dice pedir perdón a sus víctimas y ha empezado a pagar las indemnizaciones que en su día adelantamos los contribuyentes. Lo que no dice Marlaska es que este terrorista se ha negado a proporcionar un solo dato que permita esclarecer alguno de los más de trescientos asesinatos perpetrados durante el tiempo de su militancia en ETA (desde 1977 hasta su arresto veinte años después) y que aún permanecen sin resolver, acumulando polvo en los archivos de la Audiencia, con la consiguiente angustia para los huérfanos y las viudas de esos muertos, privadas hasta del consuelo de saber quién les arrebató a sus seres queridos. Que no ha delatado a ninguno de sus compañeros de andanzas criminales. ¿Qué le debe entonces esta sociedad a ese malnacido? ¿Mirará su señoría a los ojos de las víctimas para explicarles las razones que le han llevado a hacer una interpretación tan retorcida del término «arrepentido», cuyo significado, en lenguaje legal aplicado a la lucha antiterrorista, es inequívoco e implica no sólo desvincularse de la banda, sino colaborar activamente con la Justicia?
Antes que Sistiaga salió Valentín Lasarte, el verdugo de Gregorio Ordóñez o José Mari Múgica, entre otros inocentes abatidos por la espalda, y en espera de que le abran la puerta un día de estos se encuentra Rafael Caride, uno de los autores de la masacre de Hipercor. Es un suma y sigue de felonía, que añade al dolor de las familias por la pérdida de quienes no regresarán a casa el de la traición de una Nación por la cual derramaron incontables lágrimas. A todas ellas, a todas esas personas perplejas ante lo que está pasando, les juraron políticos de distinto signo en las capillas ardientes de sus deudos que los asesinos serían perseguidos hasta el infierno y cumplirían íntegramente sus condenas. Les mintieron, por tanto, los mismos que hoy callan ante esta injusticia clamorosa. Y no se me ocurre mentira más miserable. La libertad de Urrusolo Sistiaga es otra promesa incumplida. Un nuevo salivazo a nuestra dignidad maltrecha.