IGNACIO SÁNCHEZ-CUENCA-EL PAÍS

  • Los gobiernos socialistas de entonces prestaron poca atención a los procedimientos democráticos y al cuidado de las instituciones, quizá por arrogancia; Zapatero y Sánchez no repitieron los errores que llevaron al abuso de poder y la corrupción

En estos días, coincidiendo con el 40 aniversario de la arrolladora victoria del PSOE en las elecciones de octubre de 1982, se están publicando multitud de comentarios y análisis sobre el largo periodo de gobierno socialista bajo la presidencia de Felipe González. Son textos muy dispares, tanto en la valoración como en el estilo, muchos de ellos marcados por la toma de posición personal y por una aproximación “literaria” al asunto, como es típico en nuestra cultura pública. Permítanme que lo intente yo también. Me parece que se trata de un ejercicio útil, por dos motivos: por un lado, ponemos en perspectiva una época ya lejana, destacando lo esencial y desechando lo accesorio; y, por otro, entendemos mejor nuestro propio tiempo, pues algunas de nuestras debilidades y fortalezas se remontan a aquellos años.

Espero no equivocarme si afirmo que la mayoría de los españoles cree que el Gobierno de González fue, en términos globales, positivo para el desarrollo el país. Me encuentro entre quienes piensan así, aunque añadiría un matiz crítico: se pudo haber llegado más lejos en ciertos asuntos y se tenía que haber avanzado de otra manera. Intentaré explicarme.

Durante aquella etapa se alcanzaron conquistas decisivas, como la consolidación de la democracia (es decir, la desaparición de la amenaza militar), la puesta en práctica de la descentralización territorial, el ingreso en la Comunidad Económica Europea y, más en general, la apertura de España al exterior. Hubo, además, mejoras fundamentales en la construcción del Estado de bienestar y en las políticas de oferta destinadas a mejorar la productividad (inversiones masivas en educación e infraestructuras).

En muchos análisis del periodo socialista de González se prescinde de lo que sucedió en los años de la UCD, como si la democracia hubiera arrancado en 1982 y no en 1977. La comparación entre la gestión de UCD y el PSOE, sin embargo, resulta de gran utilidad para aquilatar la contribución socialista. Aguardan algunas sorpresas. Por ejemplo, en los seis años de la UCD (1977-82), el gasto público aumentó en 8,4 puntos porcentuales del PIB, mientras que en los 14 años del PSOE aumentó en 5,9 puntos. Con respecto al gasto social (sin contar educación), los datos son aún más llamativos: con UCD se pasó del 12,9% al 17,7% del PIB, con el PSOE del 17,7% al 21,5%, es decir, la UCD aumentó en 4,8 puntos de PIB el gasto social, frente a 3,8 el PSOE (en un tiempo más largo). La imagen que se tiene, sin embargo, es la de un fuerte incremento de las partidas sociales en la época de González. Los datos no lo avalan, a pesar de algunos logros importantes (en pensiones no contributivas, universalización de la sanidad, etc.). La diferencia principal se dio en educación: con la UCD, este capítulo de gasto tan sólo aumentó en 0,24 puntos porcentuales del PIB, frente a 2,1 con el PSOE. La educación sirvió para elevar el capital humano del país y conseguir una mayor igualdad de oportunidades.

Estos datos requieren un poco de contexto histórico; es necesario repasar tanto el punto de partida como las decisiones iniciales que se tomaron, que en buena medida marcaron el desarrollo posterior de la gestión gubernamental. La situación del país en 1982 no era buena. El año anterior se había producido un intento de golpe de Estado. El partido que protagonizó la Transición, la UCD, se encontraba en proceso de descomposición. Y la situación económica era muy delicada, con una destrucción de empleo terrible, inflación por encima del 10% y un déficit público en crecimiento. La banda terrorista ETA, por supuesto, seguía asesinando, aunque el número de víctimas mortales se redujo a más de la mitad tras el golpe fallido de 1981. En aquellas condiciones, prometer la creación de 800.000 puestos de trabajo, como hizo el PSOE en la campaña de 1982, era una temeridad (hoy diríamos que era “populismo”) y, de hecho, en la primera legislatura de González el paro, lejos de bajar, pasó de del 16% en 1982 al 21% en 1986. Por si todo lo anterior no fuera suficiente, los socialistas españoles comenzaron a gobernar tras la rectificación brusca de las políticas keynesianas que el presidente François Mitterrand quiso poner en marcha en Francia en 1981 y que obligó a replantear la naturaleza de las políticas económicas de la socialdemocracia.

El PSOE realizó un ajuste fiscal duro durante sus primeros años de Gobierno, tratando de equilibrar la economía; dicho ajuste vino acompañado de reformas estructurales, como la reconversión industrial y la flexibilización del mercado de trabajo. Se desmanteló el tejido industrial obsoleto y se apostó por tres sectores, la banca, las telecomunicaciones y la energía. Las políticas económicas no fueron populares: según mostraban las encuestas del CIS de la época, una mayoría social las consideraba alejadas de la socialdemocracia. Con el tiempo, se dijo que fueron una especie de “Tercera Vía” pionera, mucho antes de que el británico Tony Blair, el estadounidense Bill Clinton y el alemán Gerhard Schröder las consagraran como nuevo paradigma de la socialdemocracia en los años noventa.

Las bases de apoyo se resintieron con la orientación de la política económica. En consecuencia, se produjo la ruptura con los sindicatos y, con ella, el fin de los pactos sociales que se habían ensayado durante los primeros años de democracia. El malestar provocado entonces, sumado a las tensiones que generó el referéndum de la OTAN en 1986, explotó en la huelga general del 14 de diciembre de 1988, que paralizó el país y supuso un importante toque de atención, hasta el punto de que es después de aquel año, y no antes, cuando se produce el mayor aumento del gasto social, frenado bruscamente por la crisis de finales de 1992. La bolsa de descontentos o decepcionados continuó creciendo tras la aparición de los primeros escándalos de corrupción, escándalos que fueron haciéndose más frecuentes hasta anegarlo todo en la última legislatura, la de 1993-1996. González, pese a afirmar que había “entendido el mensaje” tras la victoria un tanto agónica en 1993, ya no consiguió cambiar el rumbo y no dio explicaciones de cómo había sido posible aquella degradación del proyecto original de modernización del país.

La corrupción no fue sino la manifestación más visible de una forma de gobernar que lastró los indudables logros de la etapa de González reseñados anteriormente. La guerra sucia contra el terrorismo (que había comenzado en la Transición, en la etapa de la UCD, aunque no de forma tan organizada como en los años del GAL) fue un primer y grave síntoma. En general, los sucesivos Gobiernos socialistas de aquellos años fueron poco cuidadosos con todo lo relativo a los procedimientos democráticos y el cuidado de las instituciones, fruto quizá de un exceso de arrogancia política, de un sentido errado de misión histórica. Hubo una apropiación partidista de las principales instituciones del Estado que propició los múltiples casos de abuso de poder y corrupción. Al tener una mayoría tan holgada, el PSOE no encontró resistencias a esta especie de colonización partidista de todo lo público. Creo que el PSOE supo sacar consecuencias y por eso en las experiencias posteriores de Gobierno socialista nacional (primero con José Luis Rodríguez Zapatero y ahora con Pedro Sánchez) la corrupción no ha sido un problema sistémico, por más que, como siempre, quede margen de mejora.