Antonio Rivera-El Correo
Los políticos de este país han consumido el verano dibujando un escenario que en cada uno de los casos no resulta hoy distinto del de partida. La situación sigue siendo la misma
Cuando uno se acerca a las proximidades de la política profesional, lo primero que le sorprende es la distinta mirada que tienen los políticos de la política, en relación a la que en general tenemos los demás ciudadanos. El político está sumergido en la política; no es una actividad más en su vida, sino su propia vida. Por eso, no todo el mundo sirve para la política. Los políticos aprecian gestos que anticipan futuras consecuencias que nosotros ni siquiera hemos visto que se hayan producido. Al contrario, en el momento más dramático ellos mantienen la calma y se aplican a abastecer algún tipo de solución para que la cosa no explote.
Tan diferente apreciación de la realidad tiene sus lados bueno y malo. El bueno es que no salen corriendo a la primera dificultad y que interpretan las novedades en el marco de procesos de más larga duración. El malo es que el tiempo que manejan no es el del resto del mundo, sino el de ellos mismos, el particular de cada uno y el del conjunto de la clase política. El político, además de convicción y oficio, como dijo Guerra (Alfonso), tiene un proyecto vital particular en su andadura por semejante profesión. Por eso no se exasperan en situaciones como la presente: porque ellos siguen en la cosa y no en la nada, como estamos los demás. El tiempo vacío que llevamos, esa realidad reiterada y nula, sigue siendo para ellos su existencia real. A la vez, lejos de urgencias y agonías, entienden que todo lo que hacen y no hacen contribuirá finalmente a algún resultado que esperan favorable a sus intereses. Si no sirve, en esa mirada larga, dará lugar a otro escenario en el que se aprestarán de nuevo a intervenir. Su historia comienza cada mañana que se levantan, porque no aprecian tanto la historia común, incluso el inapelable paso del tiempo físico, como su propia experiencia. De ahí su intrínseco desinterés por la historia; ellos aprecian básicamente la biografía. La suya.
Esto no es un alegato contra la clase política; simplemente se trata de un intento por entenderles. Han consumido el verano dibujando un escenario que en cada uno de los casos no resulta hoy distinto del de partida. La situación sigue siendo la misma. Pero es que, aunque vaya a pasar algo, tampoco será distinto. Alguno puede sumar un poco más y otro menos, pero la cuenta sigue en su sitio y las asociaciones posibles no han cambiado. Tampoco la expectativa y recompensa prometida para cada cual. La escenificación ha ido acogotando presumiblemente al desconfiado y desconfiable socio, pero las posibilidades de que se dé por vencido no son mayores que hace un mes. Tampoco el programa común, ahora más pormenorizado, pero no suficiente. Ni la promesa de puestos de importancia, que no despejan el imposible profundo: si no te fías de tu socio si no te sienta a la mesa principal, ¿cómo se va a fiar de ti tu socio? Y al revés. No digamos el escenario. Pareciera que los de enfrente podían pelechar un tanto y viene otro juez y les coloca de nuevo en el argumento que les echó del poder: su profunda e histórica corrupción. Total, que el esquivo piensa que le irá mejor esta vez si nada lo remedia y la volvemos a echar a votos, pero nunca lo suficiente como para prescindir de necesitados apoyos. Podríamos seguir.
Por fortuna, el próximo 22 de septiembre está a la vista y este tedio no puede durar más. O hay presidente o hay de nuevo elecciones. La última hora aparecerá otra vez como emocionante, sorpresiva, imposible de prever. Muchos se descorazonarán porque no haya sido posible y otros porque lo haya sido. Surgirá un enfado pasajero que se disipará en cuanto concurran en la siguiente elección otras posibilidades peores de las de cada presente. El tiempo, otra vez dramático para los ciudadanos de a pie, habrá sido para todos los políticos, sin excepción, solo el escenario de las diferentes evoluciones. La amenaza de un inmediato futuro de recesión no será sino nuevo contexto, y se prepararán antes las excusas soportadas en su efecto que las previsiones ante su implacable eficacia. Se necesitarían políticos históricos, empachados de responsabilidad histórica, descreídos de que estén viviendo por primera vez una historia, para responder previsoramente a lo que viene. Eso que llamábamos estadistas y que siempre se aplica a políticos mucho más que muertos en el tiempo.
Y, si no, mal de muchos: ahí tenemos de mal ejemplo a los padres de la política moderna, a los británicos nacidos de un poder parlamentario que se impuso a su corona y a los italianos hijos del mismísimo Maquiavelo o de cosas tan sesudas como el «compromiso histórico». Viéndoles a ellos, quién se atreve a decir que estamos peor. Somos unos más. Triste consuelo.
No son ni desalmados ni estúpidos ni frívolos. Es solo que la realidad se ve de manera diferente dentro o fuera de la escena. En el peor momento, subido al escenario, aunque lo haya dejado todo al azar, el político cree seguir teniendo el control. Mientras, en el patio de butacas, el ciudadano espectador asiste a lo que ve aterrado, conmocionado, incapaz de resignarse a que eso sea la realidad. Despotrica de los actores, pero, dependiendo de si lo hace más de unos que de otros, volverá a generar con su decisión soberana otra nueva realidad. Entonces los políticos se aplicarán a manejarse en ella, en ese nuevo escenario.