EL MUNDO 09/04/14
MANUEL JABOIS
El nacionalismo catalán había informado en los últimos días de la inminente presencia de «tres demòcrates a Madrid». El anuncio fue recibido con expectación y ayer, día de la visita, el Congreso se desbordó. Hasta en la sala de prensa había cartelitos de reservado para cargos públicos; fuera del edificio estaban aparcados sus coches con chóferes rellenando crucigramas. A una vecina de la zona, ya sexagenaria, la atacaron abruptamente por aparcar ahí cerca un minuto. ¡Pero ah, esto era otra cosa! Se estaba decidiendo el futuro de la nación. A espaldas, naturalmente, de la propia nación, pues nadie de los alrededores sabía lo que estaba ocurriendo allí dentro. Uno de los ujieres de la primera planta, en su mesa solitaria, leía el best sellerDesolación, de Hugh Howey, una novela cuya sinopsis dice: «Unos pocos elegidos conocen el futuro que nos aguarda y se están preparando para afrontarlo. Están a punto de conducirnos hacia un camino que nos llevará a la destrucción y nos condenará a vivir bajo tierra». Así estaban los ánimos.
Una hora antes de los toros, los tres demócratas hicieron acto de presencia. En la calle Zorrilla, encima de un barril usado como mesa, Jesús Posada apuraba un café cuando le salió al paso la delegación catalana encabezada por Duran Lleida, al que sólo le faltaba un sombrero beis. En el hemiciclo, para el que dudase de que la ocasión era histórica, allí estaba a las cuatro de la tarde, sentado en un escaño con 26 grados en el exterior, el senador Javier Arenas. No sólo eso; de perdidos al río, se sentó al lado de Alicia Sánchez-Camacho.
Los tres invitados, por su parte, tomaron asiento en un palquito y uno de ellos, señor Turull, emprendió el camino a la tribuna después del parlamento desangelado de un secretario del Congreso que anunció el resultado del debate. Ya ese día, a primera hora de la mañana, los periódicos publicaron la crónica del pleno y la votación. Pese a ello, el señor Turull bajó. Sonriente y seguro de sí mismo, amagó con saludar uno por uno a todos los presentes en cada uno de sus idiomas. Ante el primer bufido de Posada a sus espaldas, comenzó.
«Soy Jordi Turull y llevo 500 años sin tener un Estado propio». «Hola Jordi», casi le contesta al unísono el hemiciclo. Acto seguido desglosó sus impresiones, parecidas a la de sus dos compañeros. Cataluña es una de las naciones más antiguas del mundo, dijo, y su voluntad ha sido siempre gobernarse a sí misma en libertad como nación. Ese argumento fue rebatido rápidamente por otro: Cataluña ha tenido siempre la voluntad de pertenecer a España y ha hecho todos los esfuerzos humanos posibles, luchando hasta lo indecible, por ser parte del Estado, pero es España, con su actitud, la que no quiere que encaje. Lo asombroso del asunto es que esta idea la pronunció la misma persona, el señor Turull. Si hubiera dicho que los catalanes se tenían que ir del país porque los extraterrestres los reclamaban, la mitad del hemiciclo hubiera mirado para arriba. Con lo cual el señor Turull, sin perder la sonrisa, hubiera paseado por sus escaños para pulsar los botones de la votación e irse a casa con la consulta.
El turno de Marta Rovira fue el más comentado. «¡Por fin nos conocemos!», exclamó como si realmente hubiese curiosidad por ver a un catalán de cerca, no digamos ya a un demócrata. En su discurso introdujo una de esas historias personales que suelen proponer los asesores y terminan como el rosario de la aurora. La señora Rovira, cuando lleva a su niña al colegio, habla con otras madres y deciden entre todas votar el sí. No aclaró si esto ocurría cada mañana. En cualquier caso dejó al mismo tiempo en entredicho la política de la mujer que aplica la Generalitat en el ámbito de la conciliación laboral, la seguridad a las puertas de los centros públicos y, finalmente, dio la razón a Shaw cuando decía resignado: «Desde muy niño tuve que interrumpir mi educación para ir a la escuela».
Tras Joan Herrera, que ofreció la mitad de su intervención con una mano en el bolsillo, consciente de que la pompa que se había instalado en el Congreso era eso, un microclima artificial que en nada preocupaba fuera, se alzó de su escaño Rajoy, ovacionado ya en ese momento como si se temiese que no hubiese otro mejor. Todo lo que había que hacer era hablar de la ley; representarla en su más exquisita forma. Pues bien: si el presidente del Gobierno hubiera reducido su mensaje a tres párrafos, unos muy concretos que tenía escritos y que decían, ni más ni menos, que la ley nos protege de nosotros mismos, incluso a los tres demócratas, hubiera ahorrado muchas vueltas. Eso, o declarar lo de Ortega en 1932, cuando dijo que el problema catalán se conlleva, no se resuelve.
Rubalcaba hizo el mismo discurso de Rajoy pero de izquierdas (puede remitirse a la ley por la derecha y por la izquierda; las negativas también tienen ideología) y Rosa Díez dijo que lo histórico sería que las autoridades catalanas respetasen la ley. Pero si algo se concluyó ayer, en medio de la noche, es que hay una saturación de lo histórico en esto. Todos los días, y por todas las puertas, quiere entrar alguien en una enciclopedia. Con todo, la desgracia no es esa; la desgracia es que lo consiguen.