Gabriel Albiac-El Debate
  • La desbocada esperanza de 1989 murió. Se cerró la grieta de luz que abría la disolución de la URSS en 1992. Dos grandes imperios, Rusia y los Estados Unidos forjan ahora su línea de alianza. Un imperio emergente, China, acecha, en el mayor sigilo, sus movimientos

Alexandre Kojève fue, ante todo, un personaje enigmático. Comunista –más en rigor, estalinista– entusiasta, el joven Kojève desertó, sin embargo, junto a su acomodada familia de la URSS en 1925. Se formó en Berlín, pero acabó por anclarse –y nacionalizarse– en el París de los años treinta. Allí, como ayudante de Koyré en la Escuela de Altos Estudios, y ante la flor y nata de la vanguardia literaria y artística francesa, forjó su reputación de máxima autoridad en Hegel: Breton, Bataille, Lacan, Queneau… fueron, durante seis años fascinados espectadores de su comentario sobre la Fenomenología del Espíritu. Resistente durante la ocupación, al acabar la guerra abandona toda relación docente con la filosofía. Y dispara su vertiginosa carrera como alto funcionario del Estado en comercio internacional. Secretario de la Organización Europea de Colaboración Económica, a partir de 1948, Kojève jugará un papel axial en el tejido de la futura Unión Europea. Años después de su muerte, en 1968, los servicios de inteligencia franceses confirmarán lo que era rumor de añeja datación: Alexandre Kojève había sido, durante treinta años, espía al servicio de la URSS. Su ‘Introducción a la lectura de Hegel’ sigue siendo el más profundo –probablemente, también el más influyente– de los comentarios de la Fenomenología del Espíritu.

Poco antes de su muerte, Kojève resumía en estos términos aquel de sus hallazgos que él juzga más primordial, el «final de la historia», que Hegel habría profetizado en 1807, y de cuyas trágicos estertores habría sido hija la Europa del siglo veinte: «Nos dirigimos hacia un modo de vida ruso-americano, antropomorfo pero animal, quiero decir, sin negatividad». Lo que es lo mismo, se avecina un mundo del cual quedarán borradas las interrogaciones: puesto que no se interroga aquello que no puede ser negado. Un perfecto mundo de consenso. Sin conflicto: un mundo en paz. A eso llama el recóndito filósofo ruso-francés un mundo «antropomorfo, pero animal». Primera consecuencia, concluye: «el discurso filosófico, como la historia, está cerrado».

Habrá, desde luego, quienes convengan en llamar a ese mundo blindado frente a la paradoja un paraíso. Los está habiendo en estos rudos días nuestros: son esos, por ejemplo, que saludan la consensuada destrucción de Ucrania por Rusia como un himno a la paz. Tienen razón, supongo: el modo más infalible de acabar con una guerra es rindiéndose; y, a muy poca distancia por detrás, aniquilando. Hitler aspiró siempre al mismo Premio Nobel de la Paz que ahora, sin duda, reclamarán para sí, ex aequo, Donald Trump y Vladimir Putin.

En el inicio de los años noventa, un discípulo –¿o un plagiario?– muy menor de Kojève, Francis Fukuyama, logró gran predicamento al abrigo del doble derrumbe: del muro de Berlín en 1989 y de la Unión Soviética tres años más tarde. En su versión de andar por casa del «fin de la historia» hegeliano-kojèviano, se abría para la humanidad el apacible horizonte en el cual, abolida la manía sanguinaria de la historia, progreso y bienestar fluirían con espontaneidad maravillosa.

Parece difícil pensar que semejante majadería pudiera generar sus creyentes. Pero era el aire del tiempo: la necedad triunfaba; como siempre. Cuando, en noviembre de 1989, yo conversaba con los jóvenes que picaban el muro de Berlín a martillazos, me hubiera resultado bastante fácil hasta llegar a creérmelo; o a hacer, al menos, como que me lo creía. Luego, vendría lo de siempre. Digámoslo con las palabras del propio Hegel un poquitín más viejo. 1819. «He pasado treinta años envuelto en tiempos turbulentos, en los cuales se alternaban el miedo y la esperanza. Esperaba poder verme libre un día de la esperanza y el miedo. Me veo obligado ahora a constatar que todo sigue igual. Y, en las horas sombrías, pienso más bien que todo va a peor».

La desbocada esperanza de 1989 murió. Se cerró la grieta de luz que abría la disolución de la URSS en 1992. Dos grandes imperios, Rusia y los Estados Unidos forjan ahora su línea de alianza. Un imperio emergente, China, acecha, en el mayor sigilo, sus movimientos. Lo demás no existe. Sí, también yo, dos siglos después de Hegel, en estas horas sombrías, tiendo a pensar que «todo va a peor».