Luis Ventoso-ABC

  • La «ley Celaá» no va de educación, va de imponer una ideología

Mi viejo amiguete Frédéric Hermel es un periodista francés afincado en España desde los años noventa. Procede del confín más septentrional de Francia, de Paso de Calais, pero no lo sacarán de Madrid ni con fórceps, porque le va. Es inteligente, también jovial, y si toca, algo tarambana (en una ocasión asistí a su febril interpretación de «La Vie en rose» en una sidrería de Navarra y casi se caen del pasmo hasta los barriles). Pero ahí donde lo ven, con toda su guasa extrovertida, es un patriota francés, siempre presto a hablar bien de su país, y sobre todo, de su educación. Pocas veces lo he visto más emocionado que cuando se lanza a perorar sobre las virtudes de

la escuela republicana francesa: cómo ha logrado conformar una conciencia nacional, cómo fomenta el uso culto de la lengua, cómo intenta buscar cierta excelencia.

Todos los países avanzados conceden importancia extrema a la educación, como motor de avance de la nación y como el más constructivo de los ascensores sociales. ¿Cómo se puso en órbita Corea del Sur? Pues con una atención obsesiva por la formación. Los escandinavos tienen a gala su educación puntera, bendecida por los rankings internacionales. En Estados Unidos, las familias casi matan porque sus hijos más brillantes puedan entrar en alguna de las exclusivas y formidables universidades de la Ivy League. El llamado «sueño americano», la ilusión fundacional de que cada uno puede llegar allí hasta donde se proponga, está hoy un poco apolillado. Pero todos los políticos, y en especial los demócratas, asumen que la herramienta para reverdecerlo ha de ser la educación. China sabe muy bien que el país mejor educado ganará el futuro. Cada año envían a miles de jóvenes a las universidades estadounidenses y comparan como un indicio de poderío el número de ingenieros que se gradúan en ambas potencias.

Así funciona el mundo. Los países que miran hacia arriba. Pero hoy en España, y escuece decirlo, a veces te embarga la deprimente sensación de que a lo que se aspira es a crear un país de mierda; sin un espíritu común a todos, despreciando el esfuerzo, persiguiendo el libre derecho a elegir de las familias y los individuos, imponiendo plantillas ideológicas doctrinarias en campos técnicos que deberían quedar fuera del cutre-partidismo.

La llamada «ley Celaá», que lleva el nombre de una pudiente ministra que se educó en la mejor escuela católica y por supuesto envió a sus hijas a la misma, es una fábrica de burramia y adoctrinamiento. Una ley escrita contra la mitad de la sociedad española. Una norma que impone la igualación a la baja del alumnado, el desprecio de la tradición judeocristiana que conformó Europa y el pisoteo del español, uno de los primeros vehículos de comunicación del mundo, pero que al parecer ha de ser proscrito en Lekeitio y Palamós en nombre de esotéricas identidades ancestrales. La «ley Celaá» no va de educación. Va de imponer una ideología. Como coreaban los viejos Pink Floyd: otro ladrillo en el muro.