ABC 14/12/12
IÑAKI EZKERRA
El PNV que ha vuelto a Lakua y a Ajuria Enea no es el mismo que se fue hace cuatro años
LO primero que hizo ayer Urkullu, al concluir la sesión de investidura, fue acercarse hasta el escaño de Basagoiti para estrecharle la mano. Es un gesto que sólo se puede interpretar en el mejor sentido y como anticipo de una legislatura ponderada, pues el líder nacionalista sabe bien que en el PP vasco va a tener la mayor oposición a cualquier veleidad secesionista, mientras que Patxi López estaría más que dispuesto a recoger unas migajas del nuevo Ejecutivo vasco, un par de consejerías por el amor de Dios y en calidad de hiperfederalistavasquista-cuasisoberanista-leninista, o sea de mediopensionista ideológico. Patxi López es, por desgracia, el de siempre (en estos días no deja de hablar de «las ofensas al autogobierno»), pero el PNV que ha vuelto a Lakua y a Ajuria Enea no es el mismo que se fue de Ajuria Enea y de Lakua hace cuatro años. Éste es un hecho evidente que no responde sólo a movimientos tácticos, que los hay sin duda, sino también a la saludable cura de humildad que conlleva la experiencia de la pérdida del poder; a la conciencia de que lo ha recuperado con la careta de dique contenedor de Bildu y a la factura anímica que aún le sigue pasando el recuerdo de la derrota de todas sus Lizarras. Tanto es así, que la propia ofensiva del secesionismo catalán se ha visto gravemente resentida por la soledad; por la falta de compañía de un PNV que tenía que vender mesura para sobrevivir, y que ya no estaba para los trotes frentistas de los tiempos de la Declaración de Barcelona.
Uno, la verdad, no pondría la mano en el fuego por este «otro PNV» que hoy escenifica la moderación, en fuerte contraste con la locura convergente y esquerriana. Uno sabe que la deriva que sufra el nacionalismo catalán y el anunciado referéndum de la autodeterminación escocesa son factores que pueden tentar a Urkullu a la radicalidad, a la equivocación y a la traición a ese voto prestado de la moderación que ha recibido en estas autonómicas. Pero, aún así, uno también percibe que al nacionalismo vasco le falta fuelle y músculo para volver al tono subido de los Ibarretxes y los Arzalluz; a las andadas de la resurrección —ya entonces extemporánea— que intentaron del fundamentalismo sabiniano. Por esa razón, por la templanza interesada, por la debilidad real, y por la incapacidad obvia para volver al monte que el electorado vasco ha percibido en el PNV, no ha acabado de resultar verosímil el discurso del miedo a éste que dibujó Basagoiti en su campaña electoral. Digamos que los populares han sido víctimas de su propio logro; de haber llevado al País Vasco, gracias al pacto con los socialistas, una cultura de la convivencia que ha pesado en la sesión parlamentaria de ayer, en contraste con el espectáculo que los nacionalistas catalanes daban en el Congreso de Diputados. La propia Laura Mintegi parecía haberse transformado en Mayor Oreja entre sus invocaciones cristianas —«Si Dios quiere…»— y que llegó un cuarto de hora tarde a la sesión.