Luis Ventoso-ABC

  • La gran pregunta es: ¿A quién hace feliz este desenlace?

Al conocer la nueva me acordé del viejo Will, el hombre que conocía todos los recovecos del alma humana. ¡Qué memorable drama habría compuesto Shakespeare con estos materiales! Juan Carlos I, el héroe de las libertades del 78, el rey jovial de la habilidosa diplomacia del borboneo, enfila el exilio convertido en su crepúsculo en una figura de sesgo trágico, que guardando distancias evoca el final de «El Rey Lear». El monarca, de 82 años y salud mermada, recorrerá la senda hacia el extranjero que antes se vieron forzados a tomar sus antepasados Carlos IV, Fernando VII, Isabel II… o su abuelo Alfonso XIII, el último que dejó España, en fecha tan emblemática como abril de 1931.

Shakesperianas son también las humanísimas pasiones que han ido minando el prestigio de Juan Carlos I, utilizadas por los enemigos de nuestro sistema constitucional como munición para intentar tender un telón de amnesia sobre su formidable obra a favor de las libertades y la concordia. Las pulsiones que arrastraron al Rey son las de siempre, las que van salpicando todo el relato de la Biblia: la concupiscencia -en este caso una atracción otoñal por una piel más tersa que resultó una pésima compañía moral- y el culto al becerro de oro, el afán de poseer, pues «no vaya a ser qué…». No vaya a ser que uno acabe en el exilio, como su abuelo y su padre, y ahora él (porque España es un país maravilloso, pero alberga una veta cruel, vengativa, implacable). Shakesperiana es la Reina Sofía, orillada tantas veces; siempre fiel. Y shakesperiana es la disyuntiva tremenda que ha afrontado el hijo, obligado a apoyar el destierro de su muy querido padre para intentar proteger la institución que da sentido a su vida.

Pero en Shakespeare también hay política (que se lo pregunten al príncipe Hal cuando deja sus parrandas juveniles junto al glorioso pícaro Fastalff y toma las riendas del Estado con mano de hierro como Enrique V). El corazón de esta historia es, como siempre, una lucha de poder. Y ahí emerge una pregunta: ¿Cómo afectará este forzado gesto a nuestra arquitectura institucional? De un lado, son innegables los malos pasos del Rey Juan Carlos, como prueba el hecho de que ya había sido sancionado con dureza por su propio hijo. Pero por otra parte existía -existe- una operación de largo aliento para minar la monarquía, alentada por un partido populista antisistema que hoy forma parte del Gobierno. El problema es que el sector más montaraz del PSOE tampoco la ve mal (y Sánchez, que en el fondo querría ser el único rey de España, juega con doble baraja). Se trata de poner patas arriba los acuerdos constitucionales de 1978 para ir avanzando hacia la Estación Termini soñada: una España confederal y plurinacional, una república de taifas donde el progresismo sería el credo natural. La monarquía es un dique frente a esa utopía. Y aquí entra la cuestión capital: ¿La decisión de Juan Carlos I hace más fácil o más difícil que el proyecto del progresismo republicano triunfe? Cuando hay champán en el chalet Galapagar y ojos humedecidos en el Palacio de la Zarzuela no creo que se pueda hablar de la mejor hora de España.