ABC-ISABEL SAN SEBASTIÁN
Vamos a un gobierno de frente popular con un presidente rehén de comunistas y separatistas
SALVO sorpresa de última hora, esta semana quedará resuelta, al fin, la investidura del presidente. El vergonzoso chalaneo de cargos protagonizado por Sánchez e Iglesias se traducirá en una nutrida presencia de representantes de Podemos en el Consejo de Ministros, con la consiguiente amenaza para nuestros bolsillos, que pagarán más pronto que tarde el precio de esa coalición. Nada en política se consigue gratis y la poltrona del líder del PSOE nos va a costar un ojo de la cara a los ciudadanos, no solo en términos económicos, sino de estabilidad democrática y cohesión nacional. Aunque la terminología haya caído en desuso, vamos a un gobierno de frente popular encabezado por un socialista tan ambicioso como escaso de fuerza parlamentaria, rehén de los comunistas que tendrá metidos en su gabinete y de los separatistas cuyo respaldo precisará en cada votación, empezando por la del jueves. Antes de empezar a mejorar, las cosas van a empeorar mucho.
¿A quién creen engañar los señores de Ferraz vendiendo como una victoria la exclusión del cabeza de cartel podemita? ¿Qué más le da a éste mandar desde dentro o desde fuera del Ejecutivo? Porque mandar, va a mandar, eso es seguro. De momento, ha ganado el pulso a su oponente demostrando una notable superioridad estratégica y no digamos táctica para la consecución de poder, que es exactamente
de lo que se trata. Tocar poder y presupuesto. Colocarse o colocar. España y los españoles les importamos un rábano tanto al uno como al otro. El proceso secesionista en Cataluña es una mera anécdota en comparación con el placer de pisar moqueta. El historial sanguinario del separatismo vasco, un detalle carente de importancia. El fingido mohín ofendido de Sánchez ante el hecho de que Iglesias llame «presos políticos» a los golpistas encarcelados, un acto de hipocresía repugnante por parte de quien nunca ha hecho ascos a los votos de ERC o de Bildu, autores del copyright. El poder es su único objetivo y ya lo tocan ambos con la mano. Ha pesado más esa codicia que cualquier desavenencia personal.
Con otros líderes u otra ley electoral habría sido posible otro desenlace, desde luego. Si los dos grandes partidos presuntamente vertebradores de la sociedad hubiesen reformado las reglas de juego cuando todavía disponían de mayorías suficientes para hacerlo, a fin de privar al nacionalismo de la sobrerrepresentación de la que goza, otro gallo nos cantaría. Pero esa ley les beneficiaba y prefirieron mantenerla, hasta que el sistema ha saltado hecho pedazos y la gobernabilidad se complica hasta límites insospechados. En paralelo, si al frente del PSOE hubiese habido un hombre de Estado capaz de supeditar sus propias apetencias al interés general, en lugar de un narcisista de libro, habría dirigido su mirada hacia su derecha y buscado un acuerdo razonable con Ciudadanos, basado en la defensa de la Constitución y del crecimiento económico, aún a costa de afrontar un choque duro con un separatismo crecido y fuertemente atrincherado en sus feudos. Dada la naturaleza del interfecto, es de suponer que se cree capaz de engañar o controlar a sus socios de extrema izquierda en el Gobierno, apaciguando a la vez a los independentistas mediante un «diálogo» entre demiúrgico y milagroso encabezado por su insigne persona. Será interesante ver cómo lidia con la realidad en cuanto pase el verano y se disipe el incienso de los múltiples botafumeiros mediáticos dedicados a loar su gloria.
Los líderes son, por desgracia, los que son, y la ley electoral, un corsé que dificulta sobremanera la respiración democrática del país. Mientras perduren unos y otra, la única opción es resistir.