- Que no, Pichona, que tú no vas ahí un sábado por la tarde solo porque lo diga el pájaro ese, que le vayan dando
Un gran amigo, hoy un eximio escritor, me cuenta a veces sus batallitas en las discotecas de finales de los ochenta y primeros noventa. Para pagarse sus estudios ejercía de ocasional pinchadiscos (todavía no había aparecido lo de «diyei», el término petardo actual). En invierno animaba salas de fiestas del rural gallego, donde los jóvenes trabajadores vivían un breve paréntesis dominical de fantasía con bola de espejos antes de volver a la rueda gris del trabajo. En verano se trasladaba a discotecas punteras del Levante. Siempre me repite lo mismo: la noche discotequera fue para él una magnífica cátedra sobre los torbellinos internos de las personas. Allí aprendió a conocer el alma humana.
Cuando me habla de la diversa fauna noctívaga siempre se recrea en un espécimen en particular, que detesta: el chulo de discoteca, ávido de bronca, faltón, engreído y perdonavidas, untuoso con los fuertes y abusón con los débiles. Los hay al parecer de dos modalidades. Los arrebatados de «sujétame el cubata», que se lanzan en primera persona a la tangana, y otros más taimados y cobardones, que se parapetaban tras su cuadrilla y dejan que otros se fajen por ellos en la primera línea de la bronca.
No sé por qué les he contado todo esto, porque yo iba a hablar de otra cosa, de política. Begoña Gómez, la asesora que le hacía sus recados particulares en Moncloa, y el que era el jefe de esa funcionaria, hoy delegado del Gobierno en Madrid, han dado plantón al juez Peinado, que los había citado en la tarde del sábado para informarles de lo del jurado popular en caso de que los juzguen por malversación.
Los especialistas todavía debaten si tenían que ir obligatoriamente al juzgado o no. Aunque lo cierto es que el auto del juez dice de manera literal que debían acudir «personalmente» y todo el mundo lo daba por descontado. A ello contribuyó el propio Gobierno, que determinó las medidas de seguridad que se observarían con la señora Gómez y desplegó un notable dispositivo de protección policial. Sin embargo, en la propia tarde del sábado, la Moncloa filtró que finalmente no iría ninguno de los tres. La noticia se conoció en primera lugar –¡cómo no!– través de una nota en el inefable El Pravda.
Begoña Gómez es una particular, como usted o como yo, ¿por qué tiene que comunicar el Gobierno si acude o no a cumplir un trámite en un juzgado y por qué se lo ha fumado con este gesto de chulería?
La respuesta a la segunda pregunta es fácil de intuir. Debió ser algo más o menos así: «Que no, Pichona, que no vas a ir ahí un sábado porque lo diga el pájaro ese. Solo faltaría», frase pronunciada con careto desencajado, mirada de fuego y deje colérico. A lo mejor Don Pedro y la seudo primera dama y quíntuple imputada querían aprovechar la tarde del sábado para volver a ver la peli del Cervantes gay, o seguir la marcha de la flotilla de Colau, y el auto de Peinado les partía el plan.
Si a cualquiera de nosotros un juez nos ordena acudir al juzgado «personalmente», por supuesto nos cuadramos y obedecemos. Pero esta gente, los Sánchez, creen que levitan por encima del resto de los españoles y consideran que la ley no rige con ellos. Les parece que sus enchufes, abusos y chulerías deben ser tolerados e ignorados debido a que Don Pedro es la cabeza de una suerte de satrapía «progresista», donde la dinastía de los Sánchez-Gómez debe tener barra libre para pisotear las convenciones y reglas que nos obligan a todos.
«Pa chulo, el menda», que decían los castizos de zarzuela y siguen diciendo los chuletas resilientes. Soy un convencido de que el grave problema político que sufre España tiene también un notable componente psicológico. «Esa cabecilla no furrula muy bien», como dice mi veterana madre, y empieza a estar un poco fuera de control.