Ignacio Varela-El Confidencial

  • La forma en que Pablo Casado administre la victoria de Ayuso en los próximos meses es determinante para poder hablar de una auténtica alternativa de poder

La votación de Madrid ha cambiado la inclinación del campo de juego, pero no ha resuelto el partido. La forma en que Pablo Casado administre la victoria de Ayuso en los próximos meses es determinante para poder hablar de una auténtica alternativa de poder. 

Para que se produzca en la sociedad un corrimiento político que altere las mayorías existentes, tienen que darse dos circunstancias. La primera es que el clima de rechazo al Gobierno domine claramente sobre la adhesión a él. No solo por su naturaleza ideológica o su gestión (también por eso) sino, sobre todo, por la expectativa asociada a su pervivencia prolongada en el poder.

Esta primera condición comienza a cumplirse respecto al poder sanchista, y la votación de Madrid el 4-M ha sido un primer y contundente síntoma de ello. Como ha explicado aquí Francesc de Carreras, cuando el PSOE se entregó a Sánchez y este apostó por gobernar España con la fórmula Frankenstein, se garantizó numéricamente una investidura y una legislatura en la Moncloa; pero, a la vez, la pulsión confrontativa del líder elegido y la excentricidad de la fórmula de gobierno resultante sembraron la semilla de un rechazo social mayoritario.

Para una parte sustancial de la población —que va mucho más allá de lo que la retórica oficialista denomina “la derecha extrema y la extrema derecha”—, la perspectiva de casi una década de poder sanchista comienza a ser indigerible. El 4-M ha sacado a la luz la extensión del sentimiento antisanchista y su fuerza motivadora del voto, incluso en capas sociales y territorios históricamente fieles a la izquierda. La clase obrera madrileña y los habitantes de lugares como Vallecas y Fuenlabrada no se han hecho súbitamente de derechas, pero sí han mostrado su creciente ajenidad al modelo sanchiglesista de poder. Lo han hecho de dos maneras: unos, desviando su voto a la izquierda alternativa de Más Madrid; otros, apoyando directamente a Isabel Díaz Ayuso (más a ella que a su sigla).

Hay una segunda condición para el cambio: que tome cuerpo y se haga visible una alternativa que resulte a la vez viable, creíble y deseable. En realidad, son tres condiciones en una: la ausencia de cualquiera de esos tres rasgos podría inhabilitar la alternativa en un clima de máxima polarización.

Pablo Casado trabaja la primera condición, la del rechazo mayoritario al sanchismo. Unos días con más acierto que otros, pero siempre con determinación inflexible. A ello le ayuda el propio Gobierno, además de la situación objetiva del país. Pero aún está lejos de lograr que cristalice la segunda. Hoy por hoy, el PP no está consolidado como una alternativa objetivamente viable, racionalmente creíble y emocionalmente deseable para la mayoría social. Y el déficit se acentúa en la medida en que aparece lastrada por la presencia inexorable de Vox en la ecuación. Los estrategas de Moncloa lo saben y por ello trabajan tenazmente para expandir el espacio y agigantar la influencia del partido de Abascal.

Es obvio que las elecciones de Madrid son un hito trascendente de esta legislatura, quizá tanto como lo fue la moción de censura en la anterior. Pero su traslación mecánica al ámbito nacional sería equivocada. Ni el PP de Casado se aproxima al 45% de Ayuso en Madrid, ni el PSOE de Sánchez está en el misérrimo 17% de Gabilondo. A día de hoy, es más realista hablar de un empate (descontada la espuma demoscópica del efecto del 4-M). 

La clave no está en los números, ni siquiera en la combinatoria de hipotéticas alianzas, sino en las dinámicas que han emergido en esta votación: 

Por un lado, la quiebra a favor de la derecha del equilibrio persistente desde 2015, muy ostentosa en Madrid, pero visible también en el conjunto nacional.

Por otro, el giro en el peso de los dos partidos mayoritarios dentro de sus bloques respectivos. Hasta las generales de 2019, el espacio del PSOE en el bloque de la izquierda tendía a expandirse, mientras el del PP se contraía en el campo de la derecha. La elección madrileña voltea esa tendencia. El PP ha pasado de representar el 44% del voto de la derecha al 78%; y el PSOE, que en las autonómicas de 2019 aglutinó el 60% del voto de la izquierda, ha visto reducida su cuota al 40%. Agudizar ese proceso en su campo es clave para el PP si quiere ser verdaderamente competitivo en unas elecciones generales.

Pero, para hacer la alternativa viable, no es suficiente que el voto de la derecha se concentre en el PP. No basta con comerse íntegramente el antiguo electorado de Ciudadanos —con absorción o no de ese partido— y frenar en seco la expansión de Vox. Además, tiene que abrirse la frontera entre los bloques. Este es quizás el indicio más promisorio para el PP del resultado de Madrid y de las encuestas posteriores: da toda la impresión de que se ha abierto el tránsito de votantes de la izquierda hacia la derecha. No es importante tan solo por el efecto numérico sino porque, de confirmarse, ello representaría el fracaso de la estrategia monclovita, basada desde el principio en mantener herméticamente clausurada esa frontera, confiando en que la suma de la alianza entre todas las izquierdas y los nacionalismos siempre será superior a la suma de las derechas. 

Los cambios de hegemonía electoral en España se han producido cuando una cantidad importante de votantes han transmigrado del PSOE al PP o viceversa. Rajoy obtuvo en 2011 el mejor resultado histórico del PP porque recibió cerca de dosmillones y medio de votos procedentes del PSOE. No creo que Casado pueda aspirar a tanto; pero, como mínimo, debería aspirar a la mitad. En otro caso, podría incluso ganar las elecciones, pero no alcanzar la mayoría parlamentaria que lo lleve al Gobierno.

El concepto clave es amplitud. El PSOE de Sánchez se ha hecho progresivamente monocromático, estrecho y hostil para quienes no se acomodan al cambiante ‘consignario’ del líder. Casado está obligado a recorrer el camino inverso: presentar un PP polícromo, extenso y acogedor. No se trata de que se imponga el modelo de derecha libertaria de Ayuso o el rigor institucional de Feijóo, el conservadurismo tradicional del marianismo o la aportación liberal y laica de Ciudadanos, la cultura analógica de los mayores o la digital de los jóvenes, sino de que todos quepan, sean visibles e influyan. No hay otro camino si el PP quiere recolectar ocho millones de votos, que es lo mínimo que necesita para presentar una alternativa de poder autónoma, no sometida al yugo disuasorio de la compañía de Vox en el Gobierno. 

Los partidos mayoritarios son necesariamente espaciosos, caleidoscópicos y eclécticos. Son partidos generosos en la delimitación de sus contornos. La difícil tarea del líder es lograr que esa amplitud de la oferta sea compatible con la eficiencia y la cohesión en la acción. Sánchez ha demostrado que la cohesión que se basa en la uniformidad es fácil de conseguir e incluso puede recompensar en el corto plazo, pero pavimenta el camino del fracaso. Y cuando este llega, se tarda años en remontarlo.