- El autor sostiene que los mismos que ahora quieren mitificar el pasado fueron quienes pusieron los obstáculos para la consolidación del PP.
Hay al menos dos preguntas importantes, sin respuesta satisfactoria, que están pesando en el PP de Pablo Casado. ¿Por qué el partido no rentabiliza la gestión negligente de Pedro Sánchez con la pandemia y su alianza con el nacionalismo? ¿Y por qué la ciudadanía castiga los errores del PP y pasa por alto los de la izquierda, el independentismo y Vox?
Quizá los mismos que ahora quieren mitificar el pasado fueron quienes pusieron los obstáculos para la consolidación del PP. Pablo Casado intenta resolver en tiempo récord los problemas que crearon sus antecesores.
Albert Rivera, que llegó a ser el hombre predilecto del aznarismo durante un tiempo, y Ciudadanos, la formación para la que Cayetana Álvarez de Toledo pidió el voto, vieron la posibilidad de sustituir al PP apelando a la virtud y a la regeneración. La corrupción y la soberbia pasadas mataron la moderación y permitieron el crecimiento de un nuevo centroderecha oportunista y aleccionador. El de Ciudadanos.
El pacto del Majestic se firmó en 1996. Hacía ya 16 años que Josep Tarradellas había alertado sobre Jordi Pujol: «Este hombre, en cuanto estalle el escándalo de su banco [Banca Catalana], se liará la ‘estelada’ a su cuerpo y se hará víctima del centralismo de Madrid».
Y añadió Tarradellas: «Ya lo estoy viendo: ‘Catalans, España nos roba… No nos dan ni la mitad de lo que nosotros les damos y además pisotean nuestra lengua… Catalans, visca Catalunya!’. Sí, esa será su política en cuanto llegue a la presidencia. El victimismo y el nacionalismo a ultranza”.
El aznarismo entendió que el riesgo de pactar con Pujol era admisible con tal de llegar al poder, y que otros pagaran la cuenta más tarde. Algunos de los que estuvieron o están ahora en Vox aceptaron aquel pacto o callaron.
Otro tanto pasó durante la etapa de Rajoy, en la que se permitió la deriva independentista emprendida por Artur Mas con el referéndum de 2014 y, luego, con el golpe de Estado de 2017.
El papel de la vicepresidenta Soraya Sáenz de Santamaría con Oriol Junqueras es mejor no recordarlo. Así, tras décadas de destrucción del PP catalán, salvo los años de Alicia Sánchez Camacho, resulta hoy tarea titánica resucitar esa formación en aquel territorio. Lo mismo pasa en el País Vasco.
¿Y qué decir de la idea del PP de Rajoy de alimentar a Podemos como freno al PSOE? Los mismos que vieron en aquello una jugada magistral hablan hoy de los riesgos de que España se convierta en Venezuela. Y lo hacían a la vez que se jactaban de sustituir las ideas políticas por la tecnocracia.
A esto se suma que el PP creyó que se había ganado a la sociedad civil cuando llegó al poder en 1996. Todo lo contrario. El abandono de la Universidad y de la cultura fue palmario. Los populares de entonces no entendieron que es ahí donde se crea la mentalidad, las opiniones y la interpretación de la situación política que usa la gente.
Esto lo comprende perfectamente la izquierda, que se ha hecho dueña y señora de la educación, la información y la producción cultural. Y eso por no hablar de la política con los medios de comunicación. ¿Cómo es posible enganchar con la ciudadanía si el marco cognitivo del elector está construido por la izquierda?
Dejarlo todo al milagro individual de la reflexión por la buena gestión realizada en el pasado es un suicidio.
Ese abandono de la inteligencia y de la creación provoca que la derecha viva en un mundo reactivo. Que crea que la batalla de las ideas consiste en contestar a lo que propone la izquierda. Esto explica que el PP no rentabilice la negligencia de Pedro Sánchez, los excesos de Pablo Iglesias y las aspiraciones nacionalistas.
También así se entiende que cualquier error que cometa el PP se castigue con mayor virulencia que, por ejemplo, el hecho de que Vox permita con su abstención que el Gobierno convierta los fondos europeos en su particular fondo de reptiles.
A la postre, la sensación es que el actual PP está desencajado, como fuera de su tiempo, incapaz de recoger el descontento y transmitir esperanza. De constituirse en alternativa a la izquierda.
Esto se debe a que el PP todavía no se ha asumido que estamos en una democracia sentimental basada en el conflicto y en las identidades. Es un problema de contenidos, formas y tiempos. De combinar la iniciativa política con la crítica inmisericorde al Gobierno.
En definitiva, de movilizar a través de la empatía. Y esto requiere tiempo, no palmadas en la espalda ni pullas desde los territorios.
El momento del bipartidismo pasó y, por tanto, pensar a corto o medio plazo en la unificación del centroderecha en un solo partido es una quimera muy dañina, porque da la sensación de que se fracasa en el empeño.
Estamos en tiempo de política de bloques. Un tiempo en el que el PP solo se puede manejar con Vox, con Ciudadanos y con partidos regionalistas muy pequeños que ni tienen grupo parlamentario propio, ni gobiernan en su autonomía.
El partido de Inés Arrimadas se empeña en un centro que ansía pactar con el PSOE de Sánchez. Y está a la baja. La última encuesta electoral le confería con dificultad cuatro diputados, menos que a EH Bildu.
Solo Vox es capaz de hacerse con un grupo importante de electores porque llega adonde el PP no llega: al españolismo y al obrerismo. Incluso a la evocación de la derecha que fue.
No cabe la menor duda de que hace falta un proyecto con identidad, un partido unido y un líder fuerte. Pero eso no lo fue el PP de Rajoy, que fue designado por Aznar. Cuando el PP tuvo ese partido fuerte, en las elecciones de 2011, se hizo socialdemócrata, vio destaparse la corrupción de la etapa anterior y se desencadenaron los problemas larvados desde hace décadas con los nacionalistas.
Es por eso que se necesita calma, que no se exciten los oportunistas y que remen todos en el mismo sentido.
*** Jorge Vilches es profesor de Historia del Pensamiento en la Universidad Complutense y autor del libro ‘La tentación totalitaria’.