Iñaki Ezkerra-El Correo

  • Por debajo de la impostura utópica se esconden tics de la España más reaccionaria

Fue en mayo de 1980 y en la primera moción de censura de la democracia, la de Felipe González a Adolfo Suárez. Le tocó el turno de palabra a Fernando Sagaseta, un viejo y vehemente comunista que había salido diputado por Unión del Pueblo Canario. En su encendida intervención, entre diatriba y diatriba contra la oligarquía financiera y el imperialismo yanqui, el veterano antifranquista puso una nota de colorismo léxico al denunciar con un tono altisonante que al Ayuntamiento de Las Palmas se le había negado la subvención para el servicio de «guagas». El uso de esa palabra naïf con la que en las islas que él representaba se denomina a los autobuses desató las risas y las sonrisas de sus adversarios en el hemiciclo, pero a ninguno de ellos se le pasó por la cabeza corregirle ni pedirle que utilizara palabras del castellano común a todos. Me he acordado de ese episodio con motivo de la intervención de Pablo Iglesias en esa misma Cámara Baja, en la que, invocando cuestiones de forma y una más clara vocalización, se ha atrevido a pedir a Teodoro García Egea que corrija su acento murciano.

Uno tiene asumido que el populismo es incoherente por definición y que sus contradicciones no son un obstáculo a salvar, sino su alimento básico, su ADN y su DNI. Lo que no imaginaba es que el jefe del partido que ha hecho una religión del lenguaje políticamente correcto e inclusivo cometa semejante incorrección no ya política, sino cívica. Lo que esa osadía demuestra es que, por debajo del rollete ideológico y la impostura utópica, algunos esconden los tics de la España más reaccionaria. Dicho de otro modo, una precisión así no se le habría ocurrido hacer ni al más pijo de la antigua Fuerza Nueva, de lo cual se deduce que al látigo de la casta se le ha subido Galapagar a la cabeza. Se deduce que el gran adalid de la España plurinacional no ha salido de casa y le chirrían hasta los signos regionales de la España autonómica. Lo más grave de él y de ese partido suyo sin sindicalistas, sin gente del campo, sin clase obrera, es que no valora un tesoro nacional como el de los acentos, que es el que ha hecho a este país igualitarista antes de que ellos llegaran.

No. Aquí no hay que hablar con el acento de la Reina para ser alguien, para prosperar social y profesionalmente, para tener un puesto público. Aquí, de hecho, la Reina es nieta de un taxista. Y aquí, cuando uno escucha los distintos acentos del pueblo español en las Cortes, siente la alegría que sintió el día de mayo de 1980 en que Sagaseta habló de «guaguas» a los demás diputados. Quizá a Iglesias eso le molesta porque la diversidad de acentos es lo único de la Transición que queda en esa Cámara.