MANUEL MONTERO-EL CORREO

  • Se diría que al Gobierno le cogió fuera de juego la invasión de Ucrania. A la derecha, ocupada en zancadillas y relevos, le sirve para atacar al Ejecutivo

La guerra de Ucrania, infernal, saca a la luz nuestra improvisación y escapismo. Una guerra será siempre una cuestión vidriosísima para la política española. Sobre todo, si es cercana, real, nos concierne y no cabe solventarla sacando las tropas, rindiéndonos o culpando a nuestros aliados o a enemigos ideológicos.

En estas cuestiones la vida pública española vive como si estuviésemos en el limbo. En el imaginario hegemónico un conflicto bélico nada tiene que ver con nosotros, salvo si nos podemos considerar culpables. Nos sentimos en una utopía, justificados por la inocencia esencial de nuestras convicciones pacifistas. Como si todo pudiera arreglarse con (nuestras) buenas intenciones, proponiendo diálogos y negociaciones, el gran mantra nacional. No altera el argumento el hecho de que nunca haya funcionado. Se actúa como si el mero enunciado del ‘no a la guerra’ fuese suficiente para desterrar el conflicto, como si bastase nuestra opinión progresista y bienintencionada para derramar la paz por doquier.

Llega una petición de firmas: tenemos que llegar a 7.500 pidiendo un pasillo en Polonia para los refugiados ucranianos. No explica la relación causa-efecto entre las firmas y el pasillo, pero te queda la angustia de que no pasemos de 7.499.

Sobre las hostilidades mundanas reinan nuestras ensoñaciones hasta el punto de que hace unos años el propio Pedro Sánchez aseguraba que nos sobra el Ministerio de Defensa, puerilidad que formuló cuando aspiraba ya a la presidencia del Gobierno. No es gran analista ni parece espabilado, pero tiene un especial don para las ocurrencias simplonas que suenen a ultraprogre: la antimateria del estadista.

La forma en que se ha afrontado aquí la guerra de Ucrania ha sido peculiar. Se diría que al Gobierno le cogió fuera de juego el estallido bélico. La invasión sorprendió a todos, pero da la impresión de que no habían previsto qué hacer ante tal eventualidad, a juzgar por lo que les costó articular una respuesta coherente. Empezaron con los llamamientos a negociar, siguieron con condenas genéricas de la guerra; cuando por fin rechazaron la invasión, intentaron desplazar la responsabilidad de la respuesta a la Unión Europea; continuaron prometiendo el envío de cascos y elementos defensivos hasta por fin decidirse a un apoyo real a Ucrania. Como para un apuro.

De otro lado, se echa en falta el generalizado repudio a la agresión bélica que se ha visto otras veces. Recuérdese la indignación cuando la invasión de Irak o las protestas masivas respecto a algunas agresiones de Israel en Gaza. Las reacciones, justificadas, fueron airadas, continuas y dieron lugar a movilizaciones sistemáticas. Algunas manifestaciones ha habido en esta ocasión, pero nada parecido.

Para la derecha, ocupada en sus zancadillas y relevos, el posicionamiento sobre la guerra es una cuestión secundaria que le sirve para fustigar al Gobierno. Por la parte del progresismo hay dos actitudes: la de los que aceptan la decisión final del PSOE, pero sin la pasión de otras veces, y la que viene de Podemos y afines. Éstos lanzan una especie de lamento místico sobre el mal de la guerra y solventan la cuestión hablando de la conveniencia de la negociación: «¡Diplomacia de precisión!», han enunciado, para quedar como los más listos y dejarnos perplejos por la indigencia intelectual.

Por lo que se les entiende, Ucrania, al ser más débil, debe negociar que se le despoje de un par de regiones y convertirse en un protectorado de Rusia. Todo ello con la bendición occidental.

Es el apaciguamiento: Hitler queda satisfecho con el desmantelamiento de Checoslovaquia y queda asegurada la paz para una generación.

Las invocaciones pacifistas que llegan de Bildu, en la misma línea, suenan a sarcasmo. La izquierda aberzale se horroriza ahora por la guerra tras afirmar durante décadas que el acoso terrorista era una guerra y participar en la agresión. Se han caído del caballo sin arrepentirse de su pasado belicista. O a lo mejor todavía no se han bajado del burro, soflamas pacifistas al margen.

Hay una razón para la perceptible incomodidad que ante la guerra de Ucrania muestra el progresismo, generador de la opinión. Cuando el pacifismo progre se movilizó contra la guerra lo hacía también contra Estados Unidos, la OTAN o Israel. Valdría también contra España. De no localizarse el enemigo referencial, este ‘pacifismo’ prefiere quedarse en el limbo. La parálisis antibelicista se debe a que cuesta acusar a los mentados del origen de esta guerra. Aun así, ya encontramos a quienes la atribuyen a la agresividad de la OTAN y de EE UU.

Lo más importante: salvar el principio de inocencia. La inocencia termina en el mismo momento en que se la usa para eludir responsabilidades, pero creen que todo irá bien mientras nos sintamos inocentes.