Ignacio Camacho-ABC
- La falta de credibilidad de Sánchez ha puesto los compromisos transversales bajo sospecha de entreguismo pusilánime
El alcance del acuerdo sobre los llamados órganos constitucionales -como si los demás no lo fueran- hay que interpretarlo del revés: lo relevante no es que el PSOE y el PP hayan sido capaces de entenderse en algo sino el carácter excepcional de un compromiso que debería ser rutinario. Ése es el verdadero retrato de la política española de los últimos años, desde que la ruptura del bipartidismo abrió paso a una pléyade de aventureros sin sentido de Estado entre los que Sánchez emergió atisbando una oportunidad oblicua de liderazgo. La principal aportación del sanchismo, aunque ya apuntada por ZP, ha sido la de devolver la escena pública a la confrontación radical de bandos, en la convicción de que el separatismo se sumará a la izquierda con mayor o menor entusiasmo y que en caso de excesivas reticencias siempre podrá comprar su respaldo. Pactar, lo que se dice pactar, lo hace a menudo pero sólo para rodear a medio país con un cinturón de rechazo sectario. Transigir con independentistas insurrectos, posetarras sin arrepentir y antisistemas variados no le cuesta ningún trabajo.
Si accede a concertarse con el PP es porque no le queda más remedio, porque la Constitución impone que los miembros de algunas instituciones arbitrales cuenten con mayoría cualificada en el Congreso. Es cierto que los dos partidos dinásticos han pervertido el procedimiento para establecer un sistema de reparto directo, automático y bilateral de puestos. Pero la alternativa es la que propuso Pablo Iglesias: trasladar la correlación de fuerzas del Gobierno al sistema de equilibrios y contrapesos. Es decir, la abolición práctica del consenso y de la autonomía de poderes por el método del sometimiento. Y a punto estuvo de tener éxito si no lo hubiese impedido el firme veto europeo.
El problema de este pacto, pactito más bien, es que la falta de credibilidad de Sánchez ha puesto bajo sospecha los acercamientos transversales y mucha gente piensa que negociar con él constituye una demostración de entreguismo pusilánime. Ése es su triunfo: demonizar la normalidad, volverla inaceptable, lograr que el simple cumplimiento de las normas resulte un acto humillante. Y eso es precisamente lo que impide la renovación de los mandos judiciales, que ya no puede resolverse sin la derrota de una de las partes. Si el pequeño paso adelante de esta semana supone ya para Casado un cierto riesgo de desgaste, el de desbloquear el CGPJ sin una contrapartida esencial representaría un tropiezo grave. Y no tanto por las previsibles críticas populistas como por hallarse en juego una materia crítica: el principio de independencia de la justicia. Entre la necesidad de presentar un perfil constructivo, institucionalista, y la de resistir la presión para claudicar sin garantías media una prueba decisiva. Su electorado no le perdonaría que se dejase engañar por el campeón de la mentira.