ANTONIO CAÑO-EL PAÍS
- Solo un gran acuerdo con el Partido Popular para administrar la recuperación frenaría la degradación del Gobierno y la creciente desafección ciudadana que hacen insostenible la coalición
La extrema polarización que Donald Trump provocó en Estados Unidos para alcanzar el poder le garantizó la fidelidad ciega de una parte del electorado, pero convirtió al Partido Republicano y casi toda la derecha norteamericana en un nicho ideológico cerrado, sectario, refractario a las verdaderas preocupaciones de la mayoría de los ciudadanos e inflexible y estéril a la hora de gestionar y gobernar. Fue suficiente la llegada de una crisis como la pandemia de coronavirus para dejar en evidencia su incompetencia y bastó la victoria de un hombre empático y prudente para que el país recuperase enseguida dinamismo y confianza.
Se han buscado muchas comparaciones con Trump en la política española, especialmente durante la reciente campaña para las elecciones en la Comunidad de Madrid, pero lo más parecido al trumpismo que se ha visto en nuestro país es lo ocurrido con la izquierda en los últimos tres años, sobre todo si se tiene en cuenta lo más importante que Trump representa: la demagogia, el fanatismo y el intento de crear una realidad alternativa y distinta a la que los ciudadanos reconocen de forma espontánea y voluntaria.
Los resultados de Madrid muestran con rotunda claridad el divorcio entre esa izquierda —la de los niñes y los fascistas— y los electores. Encuestas posteriores empiezan a demostrar, como era previsible, que ese fenómeno no se circunscribe a la comunidad madrileña. Los dos principales partidos de la izquierda fueron derrotados: el PSOE, de forma aplastante, pero también Podemos, en la medida en que la estrambótica maniobra de su líder apenas sirvió para llevar a su partido de la ruina a la miseria. El fracaso de ambos supone también el fracaso de la coalición en la que se sostiene el Gobierno de la nación. Esa coalición, frágil y artificial desde su precipitado nacimiento, resulta hoy insostenible. Rechazada en las urnas, cuestionada en los sondeos, esa alianza es incapaz de otorgar a España la estabilidad que se requiere para hacer frente a los gigantescos desafíos en el horizonte, muy especialmente a la gestión de los fondos europeos. Más aún, cuando esa coalición requiere para legislar del apoyo de una amalgama de fuerzas anticonstitucionales cuya presencia en el entorno gubernamental contribuye a acentuar la impopularidad e inoperatividad del Ejecutivo.
Si el Gobierno insiste en el uso de los fondos europeos como un arma ideológica o electoral no sólo privará a nuestro país de una oportunidad única para el progreso económico y social, sino que agudizará la división y el enfrentamiento interno. La gestión patriótica de esos fondos debería de ser, junto al todavía incierto final de la pandemia y el combate contra el desempleo, motivos suficientes para animar al Gobierno a negociar un gran pacto de Estado con el Partido Popular, refrendado como el principal grupo de la oposición. De paso, se puede tratar de presentar un proyecto constitucional común frente al independentismo en Cataluña. Sólo una iniciativa de ese tipo puede devolvernos la serenidad y unidad que el país necesita en las circunstancias actuales y evitar unas elecciones anticipadas que prolongarían el clima político infame que hemos sufrido durante la campaña de Madrid. Las elecciones deberían de ser un último recurso, pero serán inevitables si el Gobierno pretende mirar hacia otro lado y ganar tiempo mientras llegan el calor y los cheques de Bruselas.
Los primeros pasos dados tras los resultados en Madrid no inducen, sin embargo, al optimismo. Tras insultar a los electores —otro gesto de arrogancia trumpista—, el Gobierno se ha dedicado a engrasar las piezas del Frankenstein, con la absurda esperanza de que la sustitución de un impopular vicepresidente por una mujer más simpática, pero de la misma ideología, será suficiente para mantener al engendro con vida un par de años más, sin querer reparar en el hecho de que es toda la mayoría de la moción de censura, con su presidente a la cabeza, la que en este momento encuentra la desaprobación de los españoles. Tampoco ayuda la personalidad de los protagonistas de este enredo. Tan obstinado en el error como en la conquista del éxito, el jefe del Gobierno prefiere sumir al país en el caos legislativo que ha sucedido a la conclusión del estado de alarma antes que reconocerle una buena idea al PP.
Cabe todavía desear que un golpe de lucidez o los buenos consejos de nuestros socios europeos reconduzcan a nuestras principales fuerzas políticas hacia el pacto necesario. Si se quiere observar todo desde la perspectiva de la rentabilidad electoral, una rectificación en esa línea sería también la única jugada eficaz en manos del Gobierno para frenar una pérdida de popularidad que, de lo contrario, seguirá en aumento cada día. Este Gobierno —o esta forma de gobernar, sin un proyecto con el que pueda identificarse una mayoría de ciudadanos— ha fracasado ya y sólo queda la ratificación sucesiva de ese fracaso en las urnas.
Si no se produce ese gran pacto de Estado, el país se irá arrastrando malamente hasta nuevas elecciones, que llegarán por supuesto cuando las fuerzas involucradas consideren que es la mejor oportunidad, pero que será antes de lo previsto, quizá mucho antes. En las circunstancias actuales, el presidente del Gobierno no controla esos tiempos. Su socio de coalición, que nunca le ha sido leal, romperá la baraja cuando recupere algo de oxígeno, y lo hará de forma dramática, culpando al PSOE de haber traicionado los principios de la mayoría de la moción de censura. El resto de los componentes de aquel conglomerado tirará cada cual por su camino en función de los intereses del momento. Ni siquiera se puede descartar que alguno de ellos, según lo que digan las encuestas, vuelva a mirar hacia el PP. En suma, si un milagro no lo remedia, seguiremos con la disfunción política vivida en los últimos años, con la diferencia de que el protagonismo del Partido Popular será mucho mayor, aún no sabemos si como fuerza moderada o como un relevo desde la derecha a la dinámica de la polarización.
Hoy está la izquierda en el poder y es, por tanto, a la izquierda a quien le corresponde la responsabilidad principal de poner fin a esta deriva. El PSOE puede haber cometido en el pasado muchos errores en la tarea de gobernar, pero nunca ha renunciado a sus obligaciones como partido de Estado. Aquellos nuevos socialistas que dicen ahora con displicencia que “escuchan a sus mayores” harían bien, en efecto, en estudiar cómo sus compañeros en el pasado supieron poner los intereses de la nación por encima de cualquier otro. Es improbable que ocurra. Para ello se requiere un debate interno del que el PSOE de hoy, rendido a su líder —otro signo trumpista— carece. Sin embargo, debería de ocurrir. Cualquier democracia moderna necesita una izquierda abierta, conectada con los ciudadanos, especialmente los menos favorecidos, una izquierda no dogmática, tolerante, progresista, humilde, respetuosa del adversario. Esa izquierda no es garantía de que la derecha no vuelva a gobernar jamás. Ni debe serlo. La razón de ser de la izquierda no es acabar con la derecha. Pero esa izquierda sí es garantía de que cuando el Partido Popular regrese al Gobierno, lo que ocurrirá más temprano que tarde, millones de ciudadanos se sentirán igualmente representados y protegidos.