El gozar de una mejor o peor educación no es algo que competa exclusivamente al sistema educativo; es una labor en la que todos estamos implicados y que a todos concierne. Sus defectos e insuficiencias no pueden revertirse sólo desde arriba. El pacto por la educación debe ser, además, un verdadero contrato social.
No hace falta recurrir a las encuestas para saber que casi todos estamos a favor de un pacto sobre educación entre los dos grandes partidos. Y no sólo entre ellos. Lo preferible sería que fuera entre todas las fuerzas políticas, aunque ello supusiera que los temas objeto del acuerdo no abarcaran el espinoso asunto de las lenguas. Porque, no nos engañemos, el problema del sistema educativo español no reside en que los alumnos aprendan en una u otra lengua -lo ideal es que lo hagan en varias-, sino en las capacidades y aptitudes que estén en condiciones de desarrollar. Desde luego, necesariamente deberá ser un pacto en el que, como ha dicho el ministro, los intereses de la política programática se dejen de lado para concentrarnos en lo verdaderamente urgente. Y eso nos traslada inexorablemente a la necesidad de objetivar cuáles son los mínimos que hemos de tener en cuenta y si el sistema educativo puede proporcionárnoslos por sí mismo. Esta última dimensión es la que aquí me interesa.
Uno de los errores de las reformas educativas consiste en pensar que el tener una mejor o peor educación reside exclusivamente en dictar una ley en una u otra dirección, o en un poco más de esto o aquello en el plan de estudios. Como si los alumnos pudieran ser encapsulados en la escuela o el instituto con independencia del influjo que el «mundo exterior» tiene sobre ellos. Quizá haya que empezar a preguntarse en serio por cuál es la instancia fundamental con la que compite el sistema educativo a la hora de transmitir valores o saberes, y, en general, conformar la personalidad y los intereses de los jóvenes.
Y parece evidente que en la realización de estas funciones los medios de comunicación son absolutamente decisivos. «Educan» o «maleducan» en una dimensión que es difícil de concretar, pero que todos sabemos que está ahí y que compite e interacciona sistemáticamente con la instrucción oficial. Dejando ahora de lado el innegable peso de la familia, es fundamental concentrarse en la influencia del espacio público, en el siempre complejo proceso de transmisión de modelos, principios morales, manejo del lenguaje, actitudes ante la vida y un largo etcétera que desde él irradia.
Un buen ejercicio a la hora de elaborar la reforma sería el establecer un contraste entre el tipo de sociedad que les ofrecemos como deseable y el que realmente tienen ante sus ojos. Y lo primero que llama la atención es que la imagen que los medios -algunos, claro está- ofrecen de la sociedad y de los modelos de vida a seguir es de una banalidad y una vacuidad difícil de conciliar con los ideales educativos. Ya sea por la misma naturaleza de los personajes que ahí aparecen, por los temas que supuestamente focalizan la atención, o por el nivel del discurso. Se dirá que éste es un síntoma de todas las culturas de masas, y que si nosotros tenemos a Belén Esteban, otros tienen a Paris Hilton. Pero esto no es así.
En la mayoría de los países que gozan de alto nivel educativo siempre se acaba abriendo en este escenario una importante presencia para la Cultura, esa que trata de enseñarse en las escuelas, para el debate público de un cierto nivel, y en fin, para la promoción de todo un conjunto de valores como la responsabilidad personal, la solidaridad social, la tolerancia y el respeto por la discrepancia. Quizá porque cuando allí estalló la cultura de masas ya gozaban, precisamente, de una mejor infraestructura educativa que evitó la deriva en la que después cayeron países como Italia y España.
A decir de Neil Postman, los medios habrían roto ya la transmisión educativa entre generaciones para convertirse en el principal agente socializador. Puede que sea cierto, pero eso no los convierte necesariamente en «agentes del mal». Siempre cabe hacer un uso de ellos más inteligente y responsable; menos como un objeto de consumo y más como un espacio de encuentro creativo en el que el entretenimiento no sea su única virtud ni su fin principal. Lo que no sabemos es cómo llevarlo a cabo una vez inmersos en esta deriva. En todo caso, no se trata de censurar nada, sino de crear representaciones alternativas.
El gozar de una mejor o peor educación no es algo que competa exclusivamente al sistema educativo; es una labor en la que todos estamos implicados y que a todos concierne. Sus defectos e insuficiencias no pueden revertirse sólo desde arriba. El pacto por la educación debe ser, además, un verdadero contrato social.
Fernando Vallespín, EL PAÍS, 22/1/2010