ABC-ISABEL SAN SEBASTIÁN

La ley de violencia de género es un asunto muy menor para ser considerado obstáculo en este tiempo que exige grandeza de miras

EL pueblo puede equivocarse, y de hecho se equivoca a menudo, pero sigue siendo soberano. La historia demuestra con creces que cualquier alternativa es peor, dado que los errores individuales suelen pagarse más caros y no durante un tiempo tasado, sino a lo largo de períodos sujetos únicamente al arbitrio del dictador. La democracia, en su sabiduría, establece que sea el cuerpo electoral quien reparta las cartas otorgando a cada fuerza política una determinada cuota de poder que administrar, y deja en manos de estos administradores la responsabilidad de adecuar su actuación a la voluntad de los electores. El mayor o menor acierto en la interpretación de ese mandato determinará la suerte de los jugadores al final de la partida, cuando la ciudadanía recupere la voz y el voto.

Esas son las reglas del juego. En cuanto a los participantes, han ido aumentando en número a lo largo de los últimos años, lo que complica la situación y les obliga a hilar más fino a la hora de desentrañar el mensaje oculto de las urnas. Hasta hace poco, la cosa era muy sencilla: ganaba el PSOE o ganaba el PP, con propuestas claramente diferenciadas, al menos en teoría. En caso de que no dieran los números, se compraba el respaldo de los nacionalistas con dinero público y parcelas de soberanía, procurando ocultar los detalles del cambalache a la opinión pública con el fin de convertirlo en una transacción respetable. Así ha funcionado el sistema de Gobierno español desde la Transición hasta las pasadas elecciones generales, en que la irrupción de Podemos y Ciudadanos multiplicó las combinaciones posibles. Ahora la sólida presencia de Vox en el escenario da una nueva vuelta de tuerca a la complejidad del mecanismo, cuya prueba de fuego está teniendo lugar en Andalucía después de haber mostrado en la moción de censura el riesgo inherente a sus engranajes.

La España del bipartidismo ya no existe, ni a escala estatal ni tampoco en la mayoría de las autonomías que la integran. Los ciudadanos, equivocados o no, han decidido obligar a sus políticos a que alcancen pactos y están a la espera de ver hasta dónde llega su capacidad de acuerdo. Descartada una gran coalición entre los viejos adversarios de siempre, que ni siquiera ante la terrible crisis mostraron la menor disposición a remar en la misma dirección, queda el recurso a coaliciones de centro-izquierda o centro-derecha, con o sin el apoyo de fuerzas de una u otra adscripción ideológica no ya nacionalistas, sino lanzadas de lleno al monte del independentismo, tanto en Cataluña como en el País Vasco. En la fragua de esas alianzas van a retratarse de ahora en adelante nuestros representantes políticos, en un circo de cinco pistas que requerirá de ellos tanta firmeza como flexibilidad y tanto diálogo como fortaleza en el trato con el interlocutor, pero, sobre todo, un alto grado de acierto en la identificación de sus propias prioridades y en la determinación de sus líneas rojas. Es decir, un análisis profundo y certero de lo que para sus votantes son propuestas más o menos atractivas y lo que, por el contrario, son principios irrenunciables.

El PSOE de Pedro Sánchez ha escogido por amigos a podemitas y separatistas. Una elección elocuente. El PP de Pablo Casado trata de alcanzar un pacto con Ciudadanos y Vox. Abascal y Rivera retienen la pelota en su tejado, mientras dilucidan su discusión bizantina sobre la ley andaluza contra la violencia de género. Un asunto muy menor para ser considerado obstáculo en este tiempo convulso que exige grandeza de miras.