Jon Juaristi-ABC

  • Ante la prematura desaparición de uno de los grandes novelistas españoles contemporáneos

«Por Pagasarri las últimas nieves/ y por Archanda helechos hechos llanto». Son versos de un soneto de Blas de Otero que ponen marco a la evocación de la Semana Santa de su infancia bilbaína. En otro soneto, Otero escribe «por Pagasarri trepan los pinares», lo que es exacto, pero contradice la etimología eusquérica del orónimo, porque pagasarri significa «roca del hayal» y nombra la cima más cercana a Bilbao en la crestería de Ganeta, que flanquea la villa por el suroeste, y desde donde se accede al Ganecogorta, que con sus mil metros domina sobre los demás montes del entorno.

Todos los poetas de Bilbao han cantado al Pagasarri. Algunos, sin nombrarlo, aludiéndolo mediante la metonimia del Ganecogorta, hacia el cual es Pagasarri paso obligado. Por ejemplo, Antonio de Trueba, que no llegó más allá de este último. Más honestamente, Unamuno se dirigía a Pagazarri (que escribía con zeta) de esta guisa: «Ceñudo Pagazarri, viejo amigo/ de la tristeza de mis mocedades./ Tu soledá (sic) amparó mis soledades/ con tu rasa verdura como abrigo».

Bilbao colocó la estatua sedente de Antonio de Trueba, obra de Mariano Benlliure, de espalda a la plaza de Albia, para que contemplara las cumbres de Archanda y Pagasarri. Un ayuntamiento nacionalista le ha dado la vuelta para que vea sólo la estatua erecta de Sabino Arana, en el extremo opuesto de la plaza.

Me he acordado de todo esto al releer ‘La isla de mi padre’ (Seix Barral, 2015), el prodigioso relato de Fernando Marías Amondo, que fue premio Biblioteca Breve del año de su edición. Un relato que comienza cuando el padre del autor, hospitalizado tras una grave caída a sus 90 años, anuncia a su primogénito (y biógrafo): «Un día, cuando salga del hospital, subimos tú y yo al Pagasarri».

Y así, al conjuro de la palabra Pagasarri, como si de una magdalena proustiana se tratara, fluye la historia del maquinista naval Leonardo Marías Barreras (1919-2013), nacido en Carranza, y, de paso, la de su hijo Fernando (1958-2022), bilbaíno y madrileño, un relato memoriográfico con doble protagonista que es la cumbre mayor de la narrativa española en lo que va de siglo: un Pagasarri que vale por un Mont Blanc (¡vas a comparar…!).

Fernando Marías Amondo murió el pasado 5 de febrero, cuando en su Bilbao natal no se habían extinguido los ecos de los coros de la víspera de Santa Águeda. Fue un gran escritor, novelista, guionista de cine y televisión, ganador de importantes premios literarios (el Nadal y el Nacional de Literatura Juvenil, entre otros muchos). Pero, sobre todo, alguien del que cabría decir, como Maeztu de otro magnífico escritor de Bilbao, Manuel Aranaz Castellanos, que por su elegancia y generosidad natural «destacaba como una piña tropical en un plato de alubias en medio de la murria de nuestras montañas». O como un Pagasarri de hierro en el escorial literario de un tiempo y un país que ya no son los nuestros.