Ignacio Camacho-ABC
- El peor legado de este cuatrienio es el encono civil, el regreso a un frentismo de bandos sin posible punto de encuentro
Un presidente del Gobierno convertido en un bolso de señora sobre un escaño. Una sentencia judicial con una frase falsa adosada al bies como una bomba lapa. Un aventurero de la política ejecutando el golpe de mano acariciado durante meses para redimirse de una secuencia de fracasos. Un gabinete de crisis desconsolado en la trastienda de un restaurante sin cobertura de teléfono móvil. Una negociación parlamentaria a la espera de la fumata blanca emitida desde una cárcel catalana. Una votación de censura consumada. Un vuelco en la historia reciente de España.
Hoy hace cuatro años. Un mandato entero, con dos elecciones generales por medio. De entre los principales líderes que hablaron aquella mañana en el Congreso sólo Sánchez continúa en su puesto, apurando el poder entre la generalizada sensación de que no le queda en él mucho tiempo.
Es lo de menos. Cuando se vaya dejará un paisaje de cenizas, una estructura institucional desguazada y una economía en ruinas. Ha invadido todo el territorio del Estado, de Correos al CNI, de las comisiones de competencia a la Fiscalía. Ha achicado el margen de actuación de la Corona, ha puesto cerco a la cúpula de la Justicia, ha dictado dos estados de alarma inconstitucionales, ha liberado a los autores de una insurrección secesionista. Ha dado acceso a los testaferros de ETA en la comisión oficial de secretos y hasta ha entregado ‘de facto’ el Sahara a Marruecos. Pero quizá lo peor de todo sea la destrucción definitiva del consenso, el regreso al frentismo, a la estrategia del enfrentamiento, a la dialéctica de bandos sin posible punto de encuentro.
Qué lejos queda ya la galbana culpable de Rajoy, la torpeza narcisista de Rivera, incluso el atropellado barzoneo de Casado o la demagogia resentida de Iglesias. Ninguno atisbó su perseverancia logrera. Todos ellos, igual que Susana Díaz, minusvaloraron la ambición del condotiero que le pasó por encima a su partido para transformarlo en una plataforma a medida de su populismo arribista. Todos cayeron, como luego Calvo, Redondo o Ábalos, víctimas de un exceso de confianza en un dirigente capaz de perderle el respeto a su propia palabra al punto de convertir la mentira en un rasgo de estilo, en una rutina identitaria.
La índole correosa del sanchismo, su modo de soportar mal que bien el desgaste, la falta de crédito o las contradicciones internas de un Ejecutivo demediado, no sólo interpelan al resto de la clase política sino al espíritu crítico y a la voluntad de convivencia de los ciudadanos. Este cuatrienio demuestra que la opinión pública española se ha instalado sin remordimiento en una atmósfera de encono sectario que será muy difícil de revertir con un simple cambio de liderazgo. Y esa ruptura emocional de los espacios de diálogo es el mal profundo que este ciclo dejará como legado. La base moral y cívica del régimen del 78 hecha pedazos.