Ignacio Camacho-ABC

El Rey tiene un margen de intervención muy parco y la Nochebuena no es momento de salir con cara de golpe de Estado

A fuerza de circunstancias excepcionales, y con la anomalía convertida en rutina de la vida pública, hay españoles que esperan de cada intervención del Rey una salida en tromba como aquella del 3 de octubre de 2017. Sin embargo, ni la coyuntura, siendo grave, es la misma ni la Nochebuena aconseja presentarse en la casa de los españoles con cara de golpe de Estado. El monarca tiene el margen institucional muy tasado y además el juego político tiende a achicarle cada vez más el campo; salvo emergencia nacional, como fue aquel caso, está obligado a callar lo que no le gusta y a moverse en un espacio de neutralidad, equilibrio y respeto al engranaje partitocrático. No es difícil colegir la preocupación que sentirá ante la previsible formación de un Gabinete con mayoría de socios anticonstitucionalistas y en especial antimonárquicos, pero nadie tiene derecho a pedirle que se salte su papel de árbitro. Y si se le escucha con cierta atención, cosa difícil entre el trajín familiar de plato y plato, se oye un mensaje diáfano expresado en el reglamentario y aséptico lenguaje de formalismos cautos.

Dicho mensaje se resumía en tres palabras: Constitución, Constitución y Constitución. Dentro de ella, todo; fuera, nada. Ya resulta significativo que el Jefe del Estado tenga que exhortar al cumplimiento de la Carta Magna y poner de manifiesto lo que su vigencia ha supuesto en la convivencia, modernización, y prosperidad de España. También dijo muy claro que a la hora de formar Gobierno es el Congreso el que manda porque representa al conjunto de los ciudadanos en su voluntad soberana. Aún así apeló a no caer «en los extremos», que es la forma elegante o elíptica de sugerir que hay fórmulas posibles de consenso, y a la moderación o serenidad ideológica que facilita el entendimiento. En el discurso se notaba la inquietud por la delicadeza del momento, incluida una mención a Cataluña que de todos modos ya se deducía del contexto. A partir de ahí no le corresponde ir más lejos aunque haya quien eche de menos un tono más directo; otra cosa es que los dirigentes de la nación, y para ser sinceros también el pueblo, se desentiendan y la palabra de la Corona se convierta, como a menudo, en una prédica en el desierto.

El resto fue un intento de inyectarle al país algo de autoestima, confianza y optimismo para combatir el sentimiento negativo que ha provocado en la opinión pública el reiterado colapso político. A pesar de eso, vino a decir, hemos funcionado bastante bien cuando asumimos y entendemos la necesidad de permanecer unidos. Ocurre que es el presidente Sánchez -encargado de visar la alocución real- el que cuestiona ese compromiso aliándose con partidos rupturistas y sediciosos convictos, pero la función del Rey sólo consiste en señalar genéricamente el camino. No están los tiempos ni el oficio para buscarse más enemigos de los precisos.