Francisco Sosa Wagner-Vozpópuli

Esa palabra no pronunciada representa simbólicamente la síntesis de la destrucción de la democracia

Esta serie con la que castigo a mis lectores trata de ir creando un diccionario de la «Lingua progressionis Hispaniae«, es decir, de la charlatanería empleada por la cáfila gubernamental. Por eso, en cada ocasión, aíslo una palabra de algún badulaque para desmenuzarla y emparedarla entre bromas y donaires. Inspirados, eso sí, en la peor intención. Es un lenguaje el de estos acróbatas de la patraña que nace ya mentiroso, deforme, sin pies ni cabeza, amasijo y pregón de vacuidades.

Hoy, en lugar de una palabra, voy a detenerme en la «no palabra», en lo que podríamos llamar la palabra «robada».

Se trata de aquella que ha querido expresarse pero ha sido violentada, forzada a quedar cautiva, inaudible entre los esfuerzos de quien deseó pronunciarla. Es la palabra aniquilada, destruida antes incluso de emerger en un discurso. Genera una situación triste porque la palabra tiene vocación de salir del diccionario donde los académicos la han aherrojado y volar para surcar espacios con su aleteo de impertinencias, con sus ganas de encantar o de estrellarse, envalentonada y retadora siempre.

¿Cuál es esa palabra que describo? La del periodista que acude a una de esas ruedas de prensa del presidente del Gobierno en las que no se admiten preguntas. Más que una rueda de prensa se trata en puridad de una rueda de presos. Adviértase que en ellas ni siquiera hay voces, solo un portavoz, un figurón, un remedo desgastado de las antiguas figuras capaces de hablar en público, articular un discurso, mandar un mensaje honesto y extraer unas conclusiones.

El déspota que no admite el uso de la palabra es un fusilero y como tal debemos tratarle y quedar en los libros de historia

Ahora bien, la palabra «robada», al no existir ¿carece de significante, de significado y de todo aquello acerca de lo que los lingüistas nos han ilustrado?

No, hagamos un esfuerzo para hallárselo.

Y es el siguiente: esa palabra no pronunciada representa simbólicamente la síntesis de la destrucción de la democracia. Porque esta, la democracia, desde la de aquellos atenienses domadores de caballos y de robustas lanzas, hasta las otras modalidades que han ido cabalgando entre vagidos por los siglos, es el reino do la palabra impera, do la palabra impone su señorío inapelable, do la palabra sale de la cárcel a la que han querido condenarla todos los déspotas que en el mundo han sido.

Porque sépase que estos, los déspotas, antes de fusilar a los hombres, siempre han fusilado previamente las palabras. El déspota no practica el «tiro al plato» de las ferias sino el tiro al plato donde se sirven los mejores condimentos de la democracia. Por eso, el déspota que no admite el uso de la palabra es un fusilero y como tal debemos tratarle y quedar en los libros de historia.

Cómplices y aplaudidores

De modo que resulta imperioso estar avisados y por ello es primer mandamiento de la decencia pública combatir a ese fusilero. Y quien no lo haga será cómplice de un delito de lesa democracia.

Porque la democracia es una chimenea donde crepitan los troncos de las ideas expresadas en palabras, es el horno donde se amasa el pan blanco que ha de repartirse como formas consagradas, es la bolsa que guarda las monedas que servirán para las solemnes e indispensables transacciones.

Allí donde la palabra ha sido sustituida por el aplauso se ha enterrado la democracia. Pero al aplauso le dedicaremos otra entrada de este diccionario.