Palabras

Maite Pagazaurtundua, EL CORREO, 16/7/12

La historiadora Carmen Iglesias señalaba hace pocos días que el lenguaje es fundamental, que las palabras no se las lleva el viento, que crean realidad. Que no sólo están insertas en el contexto histórico, sino que lo crean. La reflexión de la historiadora apuntaba a las sociedades de susurrantes ante fenómenos de amedrentamiento colectivo. Recordó que muchos lugares de nuestra sociedad siguen siendo de susurrantes y recordó que los delatores que llevaron a este estado de cosas también susurraban los nombres de los que serían perseguidos. Apuntó que Claude Lanzmann, en un magno documental de 9 horas de duración titulado ‘Shoah’, recogió de una forma muy intimista las palabras de unos pocos supervivientes de los campos, como Simon Srebnik o Itzak Dugin, hijos de algunos supervivientes como Hana Zaïdl y de los guardianes, conductores de tren, campesinos y otros que vivían cerca de los campos del infierno sistemático, como la esposa del profesor de la escuela nazi cercana a uno de los campos en Polonia. Los trenes funcionaban normalmente. Los trenes se cruzaban con otros trenes, utilizando las mismas vías. Claude Lanzmann entrevistó a un antiguo jefe de circulación preguntándole cómo distinguía a los trenes de la muerte en medio de la red. «Los llamábamos transporte de transferidos», dijo el hombre. Ahí está la clave de la banalización del mal. El nombre que transforma de forma aberrante las cosas. Los hombres y mujeres que viajaban en esos trenes, se cruzaban con otros trenes, viajaban dentro de la sociedad de la que habían terminado por ser despojados, y en algunas estaciones tenían que soportar la humillación de ser mirados como despojos ante la suciedad de sus miserias fisiológicas y su hambre, porque antes de matarlos físicamente los habían matado socialmente y les habían quitado el nombre. Tras quitarles el nombre ya no importaban. Unos y otros trenes se encontraban en la misma realidad, en el mismo tiempo, en el mismo espacio del que ellos serían borrados. La colaboración con el mal comienza aceptando palabras. Cuando se va aceptando que los ciudadanos despojados de su dignidad social, apartados, expulsados, perseguidos, asesinados y sus entornos son «consecuencias técnicas del conflicto» se está generando una nueva brutalidad, la inmunización del sistema de dominación, la tolerancia con demasiadas cosas intolerables. Y el retorno a la indulgencia asimétrica, suavidad acrítica con las palabras del mundo de apoyo de los asesinos y dureza extrema, rozando la crueldad, contra las palabras pronunciadas por sus víctimas.

Maite Pagazaurtundua, EL CORREO, 16/7/12