«El euskera es la lengua propia del pueblo vasco». Esas palabras, meras palabras, trajeron otras, siempre palabras. Pero un día cientos de personas se encontraron en su casa sin empleo y sueldo. Éstas son ya cosas, no palabras. ¿Pero alguien cree que esas cosas hubieran ocurrido si no se hubieran dicho, en el contexto en que se dijeron, aquellas palabras?
Nación, nacionalidad, comunidad nacional, región, catalán, valenciano, español, castellano, matrimonio, unión civil, y tantas otras palabras, no son sino los nombres que damos a las cosas, a la realidad. Discutir sobre su respectiva mejor o peor adecuación a esta última es tanto como recaer en la vieja querella nominalista tardoescolástica, una pérdida del tiempo, pues lo que importa (lo que existe) es la realidad, no el nombre que le damos. Esto nos decía hace poco el admirable historiador José Álvarez Junco como prólogo a sus reflexiones sobre el concepto de nación.
Pero, ¿de verdad es esto así de sencillo?, ¿de verdad existe una realidad objetiva extralingüística más allá de las palabras, una realidad a la que éstas simplemente denotarían? Lo cierto es que no, por lo menos en el ámbito social, en el que la realidad se construye socialmente y no tiene una existencia objetiva independiente de los hombres (Berger y Luckmann). Las instituciones (el dinero, el Estado, la familia o el fútbol), aunque en ocasiones tienen un remoto soporte físico, son artefactos socialmente elaborados mediante convenciones soportadas por una intencionalidad colectiva. Y el meollo de esa elaboración social de la realidad es lingüístico; el lenguaje es el elemento que constituye esencialmente la realidad social, gracias al hecho de que las palabras son mecanismos simbólicos que por convención representan o significan algo que va más allá de ellas mismas. Cierto, el lenguaje es él mismo también una institución social, pero posee una naturaleza muy especial: es la institución social básica presupuesta por todas las demás. Una sociedad puede poseer el lenguaje y no el matrimonio, la propiedad o el Estado. Pero no puede poseer éstos si no posee el lenguaje (John R. Searle).
Entre los actos de habla existen unos que son puramente descriptivos, pero junto a ellos hay otros de carácter performativo: los que se usan, no para decir algo sobre algo, sino para hacer (crear) algo. Ejemplo típico de un término performativo es precisamente el de «nación», puesto que el término lingüístico usado para describir una comunidad social es el que la crea como tal. «La nación es ante todo una definición social, no científica. Su eficacia social no deriva de su veracidad, sino del éxito de su difusión en el medio de que se trate» (Alfonso Pérez-Agote). Las palabras, entonces, no son nombres que aplicar a una pretendida realidad exterior; muy al contrario, son los ladrillos de que está hecha la realidad social misma. Euskadi, Cataluña o España son una nación porque así las llaman muchos, no al revés.
Dentro del lenguaje existe uno con propiedades performativas especiales, el lenguaje jurídico. En lo que ahora nos interesa, su especialidad deriva de su carácter normativo, de que sus afirmaciones implican un mandato de ser realizadas. Cuando la ley afirma que el hombre y la mujer son iguales no está describiendo un hecho (biológicamente falso), sino estableciendo una orden a la que debe ahormarse la realidad social: esas personas deben ser tratadas como iguales. Cuando las leyes usan la palabra «es», significa «debe ser». Y esto es algo que se debe tener muy en cuenta cuando se está hablando del nombre a otorgar a las comunidades autónomas en un texto normativo, sea la Constitución o el Estatuto. La Constitución no es una descripción de lo que existe, sino un mandato para que la realidad se ordene de una determinada manera. No es lo mismo decir que Euskadi es una nación en un tratado de sociología política que decirlo en un texto normativo. Lo primero supone optar por un concepto político para describir una realidad social; lo segundo, un mandato imperativo para constituirla de una concreta forma.
Esta relevante diferencia entre contextos lingüísticos es la que parece ser ignorada por aquellos de nuestros políticos, y pienso ante todo en el presidente del Gobierno, que se refugian en el relativismo de los conceptos científicos (relativismo epistemológico) para declararse indiferentes ante su utilización legal (relativismo jurídico). Dado que el concepto de nación tiene contornos borrosos y discutidos en la teoría política (lo que es cierto), me declaro indiferente en cuanto a su uso normativo constitucional, viene a afirmar Rodríguez Zapatero. El nombre no tiene mayor importancia. Olvida nuestro hombre que la Constitución no es un tratado universitario, sino una norma, nada menos que la norma de normas.
Afirmar en ella que una comunidad es una nación implica consecuencias relevantes de orden jurídico, porque los conceptos normativos son como las cerezas, se entrelazan con otros con toda naturalidad. Consecuencias tanto hacia arriba -pues la nación reclama la estatalidad para realizarse y es difícil negarle esa consecuencia lógica una vez reconocida como tal nación-, como hacia abajo, sobre los ciudadanos. En esta dirección, la nación, una vez jurídicamente reconocida como tal, deriva con toda naturalidad el derecho a nacionalizar a sus integrantes, a construir ciudadanos dotados de sus señas de identidad (las que sirvieron para construir socialmente esa nueva realidad). Si la nación española deriva de su existencia el derecho de exigir a sus ciudadanos el conocimiento del castellano, ¿por qué las demás naciones no tendrían ese derecho?
Con las palabras se hacen cosas, por mucho que ello parezca extraño a nuestra experiencia intuitiva. Así lo proclamó J. Austin en el conciso título de su libro, How to do things with words. Alguien dijo un día unas palabras, tales como «el euskera es la lengua propia del pueblo vasco». Esas palabras, meras palabras, trajeron otras, siempre palabras. Pero un día cientos de personas se encontraron en su casa sin empleo y sueldo. Éstas son ya cosas, no palabras. ¿Pero alguien cree que esas cosas hubieran ocurrido si no se hubieran dicho, en el contexto en que se dijeron, aquellas palabras?
¿Y qué propone usted entonces, se preguntará el lector? Pues algo bastante radical, excluir de los textos normativos el nomen de nación o derivados, tanto por estar densamente impregnados de organicismo naturalista como por su fuerte carga potencial de efectos lesivos para los derechos de las personas. Es un término que acaba moldeando la convivencia, y casi nunca para bien. Pero hablo de excluirlo en serio, para todos, también para España. Ya es hora de que tengamos una Constitución que proclame desde su primer precepto que la unión de los ciudadanos que la forman se fundamenta en su voluntad y no en una previa comunidad orgánica. Como una vez, sólo una vez, se hizo en nuestro pasado histórico, cuando en 1931 se dijo algo así como que España era una república de ciudadanos de toda condición que se unían para intentar realizar ciertos valores, los de igualdad, libertad y solidaridad. Y nada más.
José María Ruiz Soroa, abogado. EL PAÍS, 8/9/2005