- Moverse en el terreno del fascismo y el antifascismo podría entenderse como una antigualla, pero es tanto el énfasis que ponen quienes no vivieron ni lo uno ni lo otro que cabe buscar los motivos de su verbal rejuvenecimiento
Vuelven los símbolos. Algunos no han desaparecido desde que se inventaron, pero otros aparecen y se exhiben de nuevos. Lo que duren, aunque me temo que habrán de acompañarnos hasta el final. Nuestra Transición, por ejemplo, aparece y desaparece cada cierto tiempo y es ideal como elemento de atracción para desbarrar en política. Ya no hay ningún español que no tenga una interpretación de ella, por estúpida que sea, y que no la proclame en mítines o redes. Se ha convertido en símbolo para adorar o detestar; los hechos cuentan menos que las interpretaciones.
También vuelven viejas banderas tras un leve paso por las lavanderías. Moverse en el terreno del fascismo y el antifascismo podría entenderse como una antigualla, pero es tanto el énfasis que ponen quienes no vivieron ni lo uno ni lo otro que cabe buscar los motivos de su verbal rejuvenecimiento. Cuando no hay ideas nuevas nos vemos obligados a echar mano de lo que está en el mercado y en verdad que el mercado se parece mucho a tienda de chamarilero. Un ministro, que se ha ganado a pulso la categoría de torpe y frívolo, lleva una campaña sobre las perversidades de la carne. Antiguamente decir “la carne” era una referencia inequívoca al sexo, pero en tiempos sin clases sociales a las que mentar quiere decir algo que se acerca al veganismo y al desdén por tradiciones inveteradas de aquellos tiempos en los que la carne era objeto de deseo nada erótico sino primario. Los pobres no frecuentaban la carne si no era en casquería. De saber algo el ministro Garzón de “El Quijote” recordaría el recurrido salpicón de las noches y el bastorro carnero de los días grandes. Reconozco mi desprecio hacia un tipo que invitó con carne “de la buena” a 300 amigos en su legalización matrimonial “ante la Iglesia”, algo que me repugna como retrato de un trepa de la posmodernidad.
Cuando alguien enuncia una supuesta teoría sobre “seres sintientes”, es decir, animales domesticables, es que hemos cruzado una línea de frivolidad con consecuencias en la Hacienda y en el respeto entre seres humanos. No hay razas agresivas, alegan veterinarios de la cosa pública. Si Karl Doberman, el recaudador de impuestos germano que recreó la raza que necesitaba para defenderse, levantara la cabeza, como mínimo sonreiría ante la estulticia de los nuevos depredadores sociales.
Lord Byron dedicó hermosos versos a sus perros. En el mundo de la oligarquía vasca conocí a Regina Soltura, gran dama, culta y protectora, amiga de cierta intimidad con Rafael Sánchez Mazas, fascista de la primera hora y prosista indolente. Ella me enseñó su hermoso jardín en Neguri con deslumbrante vista al Abra donde tenía su cementerio de perros. Sobrina de José María Soltura, tan ligado a Unamuno, políglota, gran lector y poseedor de una soberbia biblioteca. Los perros de los Soltura quizá estaban todos, pero no había ninguna tumba de mayordomos y eso que el servicio siempre fue abundante. Las clases subalternas ejerciendo de aristócratas no son sólo una impostura sino algo tan grave como el desprecio de clase. Que la gente no disfrute de la tauromaquia; pobres toros y deleznables paisanos. Que los niños no pueden admirarse con los animales salvajes en los zoos y menos aún en los circos; todo lo que no salga en pantalla está llamado a extinguirse. Si el fútbol me parece un juego para mitómanos que bordea la delincuencia, por qué habría de prohibirlo.
Pero nada desaparece del todo. Para eso están las evocaciones presuntamente ideológicas. La derecha se mueve en territorios minados y en el campo de las ideas, al menos en España, ha tendido al erial. Escuchar a Ortega Smith, un energúmeno salido de no sé muy bien qué cueva antropológica de Vox, cuando dijo que las “Trece Rosas”, jóvenes mujeres fusiladas en Madrid apenas terminada la guerra, habían cometido torturas y asesinatos, y a uno se le queda en la cabeza la misma imagen que le provocó Donald Shuterland en el “Novecento” de Bertolucci, con la camisa negra mussoliniana, en el gesto de estrangular un gato con la cabeza; una escena brutal e inolvidable.
Se equivoca quien pretende combatir la supuesta hegemonía cultural de la izquierda. Dudo que sea cultural y menos aún que se pueda hablar de hegemonía. Ramonea por otros prados no estrictamente culturales, a menos que demos por cultura lo que entre en el marbete informativo de culturas, donde cabe todo, desde el influencer de plastilina, el rapero desmadrado y hasta esa cocina “de artistas” apañados que apenas alcanzan los niveles de la artesanía del oficio, aquel arte efímero. Lo inquietante son las olas del mercado de la inteligencia. Se vuelve a la canonización de figuras que ya creíamos ubicadas en sus papeles contradictorios. La historia del PCE se hace simbólica, casi legendaria aunque haya sido asunto de anteayer. Dolores Ibarruri, “Pasionaria”, se reconvierte en icono, como le gustaba a Manolo Vázquez Montalbán. La seynera desaparece y se transforma en “estelada”. Jordi Pujol no es un padrino de Estado sino un clarividente forjador del futuro.
Cuando escasean las ideas florecen los decretos. Como si unas eclipsaran a los otros y debiéramos meternos de hoz y coz a debatir sobre asuntos tan peregrinos como el trato correcto a los animales, los alimentos que debemos comer o lo que ha de prohibirse en bien de las nuevas generaciones llamadas a mentarnos la bicha por el tiempo que perdimos en el barnizado de la realidad. El desarrollo del término “hegemonía” nace en la cárcel donde Mussolini encerró a Gramsci de por vida. La doble prisión que pagó el líder comunista; la del fascismo y la de sus colegas de la dirección del PCI que le hicieron la vida aún más difícil por sus desviaciones del canon estalinista. Contar la azarosa historia de sus “Cuadernos” pasa por la lectura de sus carceleros y luego las censuras de sus primeros editores. El contexto de la luminosa reflexión sobre la hegemonía explica muchas cosas y sin ningún afán erudito, sólo por poner las ideas en condiciones de ser utilizadas sin manipulaciones.
Los símbolos no pueden sacarse del contexto. Tampoco instrumentalizarlos, porque los mata. Cuando murió Jorge Semprún, exministro y veterano de muchos descreimientos, pidió que le enterraran en Francia y que su féretro lo cubriera la bandera de la II República española. Así ocurrió, aunque apenas nadie lo contara y menos aún lo analizara. ¿Qué valor le damos a los símbolos? El que nos consienta nuestro pasado y nuestra inteligencia, elementos que delatan a los fabricantes de palabras largas e ideas muy cortas.