Ignacio Camacho-ABC
- Los ataques del Gobierno al poder judicial son un intento de blindaje ante la amenaza verosímil de problemas penales
En su cerrada defensa del fiscal general y el consiguiente ataque a los jueces que le han abierto investigación por presunta revelación de secretos, Sánchez y sus portavoces omiten el significativo detalle de que Susana Polo, la ponente de la resolución, fue una de las candidatas ‘progresistas’ –es decir, gubernamentales– a la presidencia del Supremo. Les da igual porque en su arremetida contra la magistratura no hacen prisioneros: se trata de llevarse por delante cualquier toga que no se pliegue a los intereses del Gobierno. En el caso de García Ortiz van a pinchar en hueso; por mucho que el Ejecutivo considere su cargo como el vigesimotercer ministerio, su resistencia a dimitir decaerá por la fuerza de los hechos si, como es muy probable, el asunto desemboca en un auto de procesamiento. Hasta el más sectario de los profesionales de la justicia es consciente del disparate esperpéntico que supondría una causa donde el representante de la Fiscalía esté sometido a la autoridad jerárquica del reo.
Sucede que el sanchismo no está en la lógica jurídica sino en la del ‘relato’, tal como señaló el propio imputado en un mensaje que forma parte del sumario. Y el relato que exigía involucrar a Ayuso en el delito fiscal de su pareja para contrarrestar las sospechas sobre Begoña Gómez requiere ahora una descalificación global del tercer poder del Estado: «oligarquía judicial» han empezado a llamarlo para extender la sensación de un ataque espurio a los legítimos representantes democráticos. Ya se les ha olvidado también su propio empeño en mantener el procedimiento de elección parlamentaria de la cúpula de los magistrados. El fondo de la cuestión reside en la necesidad de crear a título preventivo un argumentario contra el chaparrón de escándalos que se barrunta en el horizonte de los juzgados, una tormenta susceptible de aflorar todo el barro acumulado en el entorno de la Moncloa durante los últimos seis años.
Hasta ahora el Gobierno ha sorteado mal que bien, sin excesiva sangría de votantes, el desgaste provocado por sus mentiras y arbitrariedades. Los confinamientos irregulares, los indultos, la amnistía, los beneficios penitenciarios a etarras con las manos manchadas de sangre, incluso el rechazo de sus propios dirigentes regionales a los privilegios tributarios concedidos a los socios separatistas catalanes. Pero la corrupción no sólo acarrea problemas políticos sino que suele derivar en consecuencias penales, y eso son palabras mayores, de sonido y efectos muy desagradables. Ya no estamos hablando de degradación institucional, de gestión ineficiente o de leyes redactadas a beneficio de parte. Si los sumarios en curso, y los que están por cursar, van adelante, algunas personas de relevancia se pueden ver en situaciones graves. Los ataques a la justicia constituyen un intento de blindaje ante la amenaza verosímil de la cárcel.