IGNACIO CAMACHO-ABC

Encausar a Puigdemont por malversación sería un sofisma. Como juzgar a la Manada por robarle el móvil a su víctima

DISIMULA mal este Gobierno. Se ha notado a la legua que a su presidente y la portavoz el fallo alemán sobre Puigdemont les ha venido como anillo al dedo. En el peor de los casos va a evitar que el prófugo esté en otoño sentado en el banquillo del Supremo; en el mejor –para ellos–, dificultará una eventual condena por rebelión para los demás acusados del proceso y allanará al Gabinete el camino de su pretendido «deshielo». Quizá pronto, a través de la Fiscalía, tendremos señales sobre el criterio con que este Gabinete enfoca el juicio a los insurrectos; de momento a Sánchez se le ha escapado una valoración que da a entender que la decisión del tribunal teutón lo deja satisfecho. Tiene respiro; por ahora elude el compromiso de gestionar la papeleta política que supondría la estancia del expresidente preso. Su estrategia sobre el conflicto catalán es bastante confusa pero parece obvio que otorga prioridad a ganar tiempo.

Entre los juristas existe debate sobre el enfoque con que el juez Llarena dirige el sumario. El delito de rebelión, incluso el de sedición, pueden tener mal encaje con los hechos juzgados al exigir el Código una acción violenta difícil de demostrar en términos claros. He ahí una iniciativa legislativa que deberían proponer el PP o Ciudadanos: la reforma penal que contemple la secesión unilateral, la alta traición y la coerción a órganos constitucionales con un tipo punible contundente e indubitado. (El referéndum ilegal fue, por cierto, tipificado por Aznar con pena de cinco años pero Zapatero derogó el precepto y Rajoy, con mayoría absoluta, no se acordó de restaurarlo). No es de eso, en todo caso, de lo que trata la petición de entrega formulada a Alemania por el magistrado; trata del principio de jurisdicción, que la Corte de Schleswig-Holstein ha desatendido al pronunciarse sobre el fondo de un asunto que no le corresponde resolver ni le había sido consultado. Pero quizá todo esto sea una discusión demasiado prolija para un gobernante acostumbrado a reducir sus pronunciamientos a sintagmas publicitarios.

Cuando se ha producido un golpe contra la unidad del Estado y la convivencia nacional, el primer ministro no puede sugerir que da lo mismo enjuiciar a sus autores por un mínimo delito. Eso es lo que ha hecho Sánchez en su afán de rebajar la tensión con el nacionalismo. Si España no puede defenderse de un ataque a su integridad colectiva con suficiente soporte jurídico, simplemente está inerme ante sus enemigos. No son palabras menores; lo de octubre fue, en términos semánticos, una rebelión como un castillo. Y sería muy mal consuelo castigar a los golpistas por desviación de fondos, como a cualquier concejal pueblerino.

Conformarse con encausar a Puigdemont por una vulgar malversación equivale a aceptar un sesgado sofisma. Más o menos, como si a la Manada la juzgasen sólo por robarle el teléfono a su víctima.