Es verdad que la palabra «nación» tiene muchas acepciones. Puede tener una significación cultural o étnica, pero si la vemos en un texto político rubricado por nacionalistas, estamos frente a una declaración política, no cultural. Una declaración previa a la constitución de un Estado. En el caso de Cataluña, posiblemente la acepción sea… lo que ellos quieran que sea.
Cuando el presidente del Gobierno contestó con la palabra «increíble» a la pregunta que le lanzó el presidente de la Asociación de Víctimas del Terrorismo sobre su parecer ante la sentencia sobre Jarrai, estaba suficientemente aclarada su opinión. Por eso, la insistencia de su interlocutor para que contestara si era «increíblemente buena» o «increíblemente mala», además de poco cortés, no podía tener otra contestación. Estaba dicho todo lo que un presidente del Gobierno puede decir, por lo que se puede apreciar una aviesa intención en el demandante, que parecía desear hallar algún punto de fricción en su visita a la Moncloa. Esta vez, la palabra «increíble», sin más, estaba suficientemente cargada de significado como para no seguir insistiendo.
Las palabras tienen peso, vida propia, y acaban ejerciendo, por mucho que nos neguemos a ello, la dictadura de su significado. Los que vivimos aquí, bajo un proceso nacionalista que nunca acaba -ningún proceso nacionalista acaba hasta que pierde-, que hemos visto cuántas veces, cómo y por qué nos cambiaban el nombre de las cosas, lo sabemos bien. Al final hemos sabido que «Bilbao» significa una ciudad con pasado, anodina hoy tras su reciente esplendor e influencia; es un nombre usado por las entidades económicas y que se va muriendo junto con su nostalgia de liberalismo. En cambio, «Bilbo», que no existe en ningún diccionario pero ahí está para demostrar quiénes son los que mandan -como le dijeran Humty y Dumpty, los duendes inventores de palabras, a Alicia, la del País de las Maravillas: la cuestión no es que la gente las entienda, la cuestión es demostrar quién es el que manda- connota txosna y kalimotxo, ruralismo que triunfa en aquellos barrios periféricos erigidos para alojar a trabajadores venidos de otras zonas de España. No es lo mismo. El que dice «Bilbao» tiene una determinada concepción de la ciudad, y hasta una idea de su proyección futura, distinta del que dice «Bilbo».
Ya vimos que nos cambiaron «Euskadi» por «Euskal Herria» porque alrededor de la primera existía el consenso estatutario y había llegado a ser un concepto político asumido, y la otra palabra, la tradicionalista y de las JONS, la Euskalerria -término cultural donde los hubiera- que citaban los jerifaltes del régimen franquista en sus visitas y que fue arrumbada por la democracia, volvía a triunfar como bandera de la reacción etnicista. ¡Si sabremos lo que valen las palabras!
Por eso no puedo entender que un ministro de Defensa, como no le gusta la palabra «guerra» -que es como se llamó su ministerio en el pasado- quiera suprimirla de la Constitución. Esa no es su tarea. Su misión es evitar la guerra y, en el caso de que no fuera posible, ganarla. Estamos viendo, pues, que lo que les gusta a los políticos de ahora es convertirse en brujos de tribu, quitar las palabras que no les gusta, como si por ello lo significado fuera a desaparecer, e inventar otras para sustituir a las que molestan. De todas formas, no se preocupen, la realidad sigue siendo la misma por mucho que nos cambien la palabra que la designa, aunque despiste bastante y por un cierto tiempo.
Es verdad que la palabra «nación» tiene muchas acepciones, pero no todo es nominalismo. Nación puede tener una significación cultural o étnica, incluso en los inicios del XIX se usó para designar a la élite política que gestionaba la cosa pública en una reacción frente al significado que tuvo en sus momentos revolucionarios. Pero si la vemos en un texto político rubricado por nacionalistas, está usted delante de una declaración política, no cultural. Una declaración previa a la constitución de un Estado, según la clásica formulación del mismo, el Estado-nación, que, por cierto, es la más extendida.
Cuando la acepción culturalista de la nación pasa a un texto político, es casi seguro que nos encontremos ante el prólogo de la declaración de soberanía y la constitución de un Estado propio. Pero tiene razón el presidente del Gobierno al insistir en la acepción cultural del término, aunque pueda encontrarse con un problema mayor. En el caso vasco la nación es cultural, porque la nación política la promueve el PNV o ETA y sólo comprende a su comunidad. Pero en el caso de Cataluña, que son más civilizados, posiblemente la acepción sea… lo que ellos, como los duendes perversos Humty y Dumpty, quieran que sea.
Eduardo Uriarte, EL PAÍS/PAÍS VASCO, 30/6/2005