IGNACIO CAMACHO-ABC
- Congreso plurinacional: un aburrido sainete de gente diciendo cosas que no interesan en idiomas que no se entienden
No será un caos, será un ridículo, que según el viejo Tarradellas es lo peor que se puede hacer en política. (Inciso: quizá no esté lejano el día en que veamos a Puigdemont en Barcelona diciendo «ja soc aquí». Aquello del drama y la farsa, que decía Marx, Carlos, aunque el contexto sea más propio de Groucho). Los pinganillos del Congreso no construirán una babel sino un sainete añadido a todos los que viven las Cortes desde que entraron en ella los tribunos y falsos profetas del populismo. Los tipos que hablen en su idioma autóctono creyendo haber conquistado el palacio de invierno del imperialismo español sólo lograrán disimular un poco la habitual insustancialidad de sus intervenciones, y el resto se pondrá los auriculares –quienes lo hagan– con más pereza que cortesía mientras ojean la prensa en sus teléfonos o juegan con aplicaciones más inteligentes que los oradores. Los discursos se llenarán de subtítulos televisivos propiciando multitudinarios cambios de canal a la hora de los noticieros. Los primeros días habrá ciudadanos de Cataluña (vaya, otra vez Tarradellas), Galicia o País Vasco orgullosos de escuchar su prosodia nativa en tan alto escenario, y poco a poco irá decayendo la ilusión y surgirá la rutina que mata las esperanzas sobredimensionadas y los amores recientes. Los debates se harán más farragosos que nunca y tan estériles como siempre. Y el Parlamento plurinacional, gloria innovadora del avance progresista, devendrá en un aburrido vodevil lleno de gente que dice cosas que no interesan en lenguas que no se entienden.
Eso sí, costará dinero: salarios de traductores, alquiler de dispositivos y todo eso. Pero ya se sabe que la izquierda presume de que sus políticas crean empleo. En todo caso el gasto quedará compensado con el ahorro que va a propiciar la negativa de varios países europeos a repetir el invento en la Cámara de Bruselas. Cuarenta ‘kilos’ que el Gobierno de Sánchez iba a añadir a la minuta varias veces milmillonaria del pacto de investidura en ciernes. El famoso chocolate del loro: qué significa esa calderilla a cambio de unos años de poder, digo, perdón, de ‘pacificación de conflictos’ y diálogo entre los pueblos de España. Sobre todo cuando ya queda lejano el tiempo en que el dispendio público provocaba acampadas en las plazas. Ahora es un instrumento de transformación social, perfeccionamiento institucional y evolución igualitaria. La modernidad suele provocar reticencias iniciales a sus novedades y adelantos, aunque luego acaban asumidos hasta por sus detractores más dogmáticos. La cooficialidad lingüística parlamentaria será un fenómeno tan normal en unos años que es probable –pincho y caña, querido Luis Herrero– que sus entusiastas usuarios se cansen del engorro y a corto o medio plazo prefieran volver a hacerse escuchar en ese odioso castellano que Celaya llamaba «vulgar y aquilatado».