Ignacio Camacho-ABC

  • El Ejecutivo no ha sido capaz de salir en defensa del prestigio de un alto oficial anticorrupción a su servicio

La fontanería es un oficio muy digno, aunque se ocupe de las cañerías. Su aplicación metafórica a la política viene del caso Watergate, cuando el entorno de Nixon creó en la Casa Blanca una especie de brigada subrepticia para cortar –con poco éxito– las filtraciones informativas. Desde entonces la definición se ha extendido a cualquier clase de asesoría, en especial a esa ‘troupe’ de subalternos de tercera o cuarta fila que se dedica a urdir tácticas poco confesables, a realizar trabajos sucios o a escribir consignas propagandísticas. Al primer y/o segundo grupo parece pertenecer Leire Díez, la afiliada socialista que pedía a ciertos tipos en problemas con la Justicia datos comprometedores del jefe de la UCO a cambio de promesas de favores ante la Fiscalía. Esas cosas que Vito Corleone solía encargar a gente de la ‘famiglia’.

Como es natural, a Díez ahora no la conoce nadie, aunque sus redes sociales luzcan fotos con Patxi López, Begoña Gómez y el mismísimo Pedro Sánchez. Nada que no tengan, desde luego, cientos o miles de militantes ajenos a esas actividades de intermediación con ciudadanos dudosamente honorables. Ninguno de ellos, desde luego, se sentiría en condiciones de ofrecer, por cuenta propia o ajena, trato de privilegio con los fiscales, y menos con el fin de poner a un mando de la Guardia Civil en dificultades. Ese tipo de asuntos es para personas de confianza, pretorianos más o menos eficaces dispuestos a comerse cualquier marrón para que la organización pueda desmarcarse.

Que es lo que ha ocurrido. Y no sólo se ha desmarcado el PSOE sino el Gobierno, incluido el ministro del Interior, a cuyas órdenes está el teniente coronel sometido a escrutinio clandestino. Resulta que se descubre una conspiración contra un alto oficial de la lucha anticorrupción y el Ejecutivo se lava las manos y remite a un comunicado del partido, que a su vez se limita a negar que la implicada trabaje a su servicio. La ausencia de una mínima palabra, siquiera de compromiso, en defensa del prestigio y la honestidad del aludido sugiere que su tarea no cuenta con la simpatía de sus jefes políticos. Y coincide con los indicios de una campaña gubernamental de victimismo que tiene a la UCO en el objetivo.

En esta época de ofendidos deberían protestar los fontaneros por el generalizado uso despectivo del término. Los que limpian la mierda de las alcantarillas se llaman poceros y también tienen derecho a que su profesión se trate con respeto. Estos esbirros de los bajos fondos del poder se creen personajes detectivescos, agentes secretos comisionados para desvelar importantes misterios, pero no pasan de vulgares recogedores de excrementos o, en el mejor de los casos, de palanganeros de unos superiores con acreditada afición a limpiarse en las cortinas del sistema que les paga el sueldo. Los del Watergate, por cierto, acabaron condenados y presos.