Kepa Aulestia-El Correo
Palestina es una bandera que nos reconforta. Un emblema de sustitución de otros que no acaban de funcionar. La confrontación partidaria tiene eso. Va quemando reivindicaciones y etapas hasta que la búsqueda de otra enseña se vuelve exasperante. Palestina es el refugio al que recurrimos porque representa la injusticia más atroz. Como aquella vez que, en una visita a los campamentos de Tinduf, un parlamentario vasco esculpió con voz limitada por los efectos del desierto estas palabras: «Vuestra lucha es nuestra lucha». La lucha palestina también es nuestra lucha, ahora que no tenemos otra más notoria que vindicar. Palestina es el recurso del desconcierto patrio. Mucho más claro que insertar en los tranvías de Bilbao el eslogan ‘Orain, errepublikak’ para la campaña de las europeas por parte de EH Bildu. Aunque ayer Yolanda Díaz aclarase que su «desde el río al mar» se refiere a la necesidad de encontrar espacio para dos Estados reconocidos como tales entre el Jordán y el Mediterráneo: Israel y Palestina.
Es solo una teoría de lo que nos está pasando, y de lo que vienen haciendo durante décadas los países árabes. Gran parte del mundo libre y del mundo sometido se aferra a la pancarta de Palestina sin que los palestinos de Cisjordania o de Gaza y aquellos que viven dispersos en otros lugares del planeta perciban mayor ventaja que el apoyo moral a una causa ingobernable hasta la fecha. La condena legítima de la intervención de Israel sobre la Franja resulta infinitamente más fácil y menos comprometida que procurar de manera efectiva la constitución de un Estado propio para los palestinos. La condena de Israel evita preguntarse sobre qué palestinos -qué fuerzas palestinas- constituirían ese Estado que el martes reconocerá el Consejo de Ministros de España sin que exista más que como un bosquejo occidental.
Un desiderátum irreprochable si no fuese porque los palestinos constituyentes ofrecen una realidad cuarteada hasta el extremo de acoger con naturalidad gente capaz de instigar y cometer las atrocidades del 7 de octubre de 2023. Una realidad de la que han desconfiado históricamente los países árabes, renuentes a la acogida de la población de tal origen dentro de sus fronteras.
Ayer el Gobierno de Israel decidió «prohibir al consulado español en Jerusalén prestar servicios a los palestinos en Judea y Samaria» como respuesta tanto al anunciado reconocimiento de Palestina como Estado por parte del Ejecutivo de Sánchez como a las -cuando menos- equívocas palabras de la vicepresidenta segunda, Yolanda Díaz, sobre el futuro que le asigna al Estado israelí. En este caso el ministro de Exteriores, José Manuel Albares, se pronunció diplomáticamente, dispuesto a recabar los detalles de la medida y, en su caso, protestar. Es un exceso impropio de las autoridades de un país que demanda homologarse con las demás democracias concluir que el reconocimiento simbólico de Palestina supone una concesión deliberada al terror de Hamás. Pero las demás democracias -empezando por la española- deberían preguntarse sobre hasta qué punto Hamás puede hacer suyo ese reconocimiento.