ABC-IGNACIO CAMACHO

Mucho postureo, mucha teatralidad, poco acuerdo. La política posmoderna se trivializa en un rondo declarativo perpetuo

EN tiempos del estigmatizado bipartidismo, las negociaciones no eran transparentes ni se retransmitían en directo pero resultaban discretas y eficaces. Se producían filtraciones, por supuesto, y a menudo afloraba la tensión propia de estos casos; lo que no había era esta teatralización de los pactos. El procedimiento era sencillo: reuniones a puerta cerrada y mucho culo di ferro, esto es, voluntad mutua de no levantarse de la mesa hasta acabar el trabajo. El consenso nunca fue fácil, ni en los acuerdos de la Transición, ni en los del Majestic, ni en los de la legislación antiterrorista; se alcanzaba a base de paciencia, tira y afloja y transacciones en las que cedía cada parte. Y como todo el mundo tenía el objetivo claro, procuraba negociar con el menor ruido posible y sin concesiones al espectáculo. La vieja política era quizá más aburrida pero también más operativa, más respetuosa con el adversario, más diligente y con mayor sentido práctico.

Ahora prevalece la sobreactuación, el postureo. La transparencia sigue ausente porque a la hora de la verdad incluso los nuevos partidos, que hace unos años pretendían televisar sus conversaciones en streaming, han acabado por comprender aquello de las leyes y las salchichas que decía Bismarck: la importancia del secreto. Sin embargo, han rodeado sus tratos, que no son más que una rutina de su oficio, de una dramaturgia superflua en la que lo relevante parece ser la coreografía del proceso. Por cada sesión de tanteo, los comisionados dan varias ruedas de prensa, ofrecen canutazos a discreción, ametrallan de mensajes las redes sociales y se desparraman en comparecencias por los medios. Se trata de crear climas artificiales de opinión pública para ejercer la presión que podrían y deberían reservar para el cara a cara entre ellos. Y en esa escenificación exagerada, en este cansino, reiterativo ritual de apariencias y gestos, los avances, si los hay, se vuelven insoportablemente lentos. La política posmoderna se trivializa a sí misma en un rondo declarativo perpetuo que oculta su falta de resolución en una verbalización extenuante, en un palique estéril y hueco.

Quizá los ciudadanos, en lugar de permanecer atentos a tanta impostura y tanto fuego de artificio, deberíamos hacerles ver a estos actores aficionados que nos resulta cargante su estilo. Que lo único que esperamos de nuestros representantes es que cumplan con su cometido de hablar hasta alcanzar un compromiso. Que los órdagos, faroles, amagos y gambitos se los formulen sin intermediarios cuando estén reunidos y que nos avisen sólo si logran alguna clase de ajuste escrito. Que aprendan de los cónclaves de los obispos. Que no nos interesan sus aspavientos, ni sus simulaciones infantiles, ni sus caprichos nimios. Que les pagamos para que resuelvan, no para que creen conflictos. Que se porten de una vez como adultos y no como niños.