la ideología que justifica la violencia empieza por la negación de la realidad, sobre todo la de los que piensan diferente. La raíz del conflicto violento estriba en exaltar los deseos y proyectos propios como la única fuente de legitimidad colectiva, por encima de las leyes e instituciones vigentes y sin más trámite que su autoafirmación compulsiva.
Constantemente oímos en el País Vasco voces que reclaman fórmulas de educación para la paz en nuestros centros de enseñanza. Es una preocupación que, al menos como retórica bienintencionada, se incluye en toda declaración de propósitos de nuestros planes de estudio. Con cierta regularidad nos visitan pedagogos expertos de otros lugares de España y del extranjero, aportando fórmulas y pautas más o menos audaces. Nos hemos convertido en campo de pruebas para redescubrir y patentar claves que predispongan a las próximas generaciones a convivir sin violencia. Mi escéptico amigo Cioran decía que con suerte las sociedades alcanzan a librarse de los crímenes, aunque nunca de las injusticias. La nuestra, por desgracia, sigue padeciendo los males evitables además de los inevitables.
Contra los impulsos cainitas que todos llevamos dentro sólo se han inventado dos remedios: en el plano individual, el fomento de ideales de fraternidad y el cultivo de la capacidad de persuadir y ser persuadidos, de intercambiar argumentos en lugar de agresiones físicas; en el plano colectivo e institucional, el respeto a la legalidad vigente en tanto no sea modificada democráticamente por otra� que también luego podrá ser cambiada siguiendo el mismo procedimiento. En cualquier caso, lo esencial es destacar que la ideología que justifica y estimula violencia empieza por la negación de la realidad, sobre todo la realidad de los que no comparten nuestra forma de pensar. Es decir, la raíz del conflicto violento estriba en exaltar los deseos y proyectos propios como la única fuente de legitimidad colectiva, por encima de las leyes e instituciones vigentes y sin más trámite que su autoafirmación compulsiva.
En Euskadi, desdichadamente, ya sabemos que existen ideólogos y pedagogos perversos dedicados a inculcar tales dogmas que convierten a algunos jóvenes en verdugos de sus conciudadanos y a fin de cuentas en víctimas de sí mismos. Pero a estas alturas, con tantas tragedias a nuestras espaldas, cabe esperar de quienes ocupan altos cargos en las instituciones de nuestro Estado de Derecho mayor conciencia de su responsabilidad. Puesto que representan la realidad política y la legalidad establecida, de la que proviene en exclusiva su autoridad, es inaceptable que sean precisamente ellos quienes se dediquen a negarla y a proclamar la vigencia de un mundo virtual que la contradice y la subvierte.
Es el caso de la sorprendente placa con la que en la Diputación Foral guipuzcoana han acompañado la izada constitucional de la bandera española. Como no quiero dudar de la sensatez y racionalidad del señor Markel Olano, diputado general, el extraño pasquín que ha perpetrado o al menos autorizado me sume en la más negra perplejidad. El texto acumula afirmaciones dogmáticas que francamente, salvo que formen parte tardía de las bromas de carnaval, son difíciles de asumir con ánimo ecuánime. Según ese dazibao a la vasca, los países son países sólo si las personas los sienten como tales: pero lo que sienten las personas no es lo que se refleja por ejemplo en las elecciones -en el País Vasco la mayoría la constituyen partidos que se saben y se dicen españoles- sino lo que intuye el diputado general, que por lo visto tiene una comunicación directa con el alma colectiva de los guipuzcoanos y supongo que del resto de los vascos. Siendo así, no entiendo para qué gastamos tanto tiempo y dinero público realizando comicios. Con preguntarle a los arúspices nacionalistas lo que queremos todos -dado que todos somos uno, porque pueblo, como madre, no hay más que uno-, ya vamos arreglados.
Lo peor viene luego. Como los anhelos del pueblo -interpretados por el señor Olano y otros exégetas de la misma ideología- no coinciden con la legalidad establecida, he aquí que la fuerza de la ley se convierte en la ley de la fuerza. O sea, que a fin de cuentas tiene razón ETA, que intenta derogar por la ley de la fuerza las leyes que no le gustan. Así la bandera constitucional es un símbolo impuesto que va en contra de «la voluntad mayoritaria de los guipuzcoanos y guipuzcoanas, de la capacidad decisoria de sus representantes», a pesar de lo que expresen las elecciones democráticas: cualquier reacción ante tal atropello metafísico está justificada, sea la obediencia renuente del señor Olano o la sublevación armada de los profetas de la goma-2. La bandera es sólo un símbolo, concluye la proclama, pero está puesta por quien no quiere ponerla: y sin embargo, señor Olano, quien no quiere ponerla quiere ser diputado general, que es un cargo público que se sustenta exclusivamente en el mismo orden legal que ese símbolo representa. ¿No resulta todo esto un tanto raro y hasta bastante absurdo, por no decir ridículo?
A estas alturas de nuestra convivencia amenazada y ensangrentada, cuando parece que ya estamos saliendo de la larga época de crímenes y el terror, uno podría esperar que quienes ocupan -no diré ‘okupan’-puestos institucionales mensajes menos equívocos. No sé qué otras naciones y Estados habrá en el futuro (sean cuales fueren, espero que broten de la evolución de nuestras instituciones democráticas): pero hoy sé, lo mismo que lo sabe el señor Olano, cuál es el Estado de Derecho al que afortunadamente pertenecemos los ciudadanos vascos y cuáles son los peligros totalitarios que lo asedian. No es momento para pamplinas demagógicas� al menos si queremos de veras educar para la paz.
Fernando Savater, EL DIARIO VASCO, 15/3/2010