JUAN LUIS CEBRIÁN-EL PAÍS

  • La falta de solidaridad de nuestros dirigentes, incapaces de superar fanatismos ideológicos incluso en momentos tan graves como los que vivimos, es desesperante

Solo sé que no sé nada. Esta frase, atribuida a Sócrates, es la más famosa de toda la historia de la Filosofía y quizá por ello asistimos a los intentos de eliminar semejante disciplina del currículum estudiantil. Corren tiempos en que la mayoría de las clases dirigentes no desea reconocer errores ni asumir responsabilidades. Con ocasión de la actual pandemia, por ejemplo, el presidente Pedro Sánchez declaró hace año y medio que había “vencido al virus”. Sucesos posteriores pusieron de relieve lo infundado de esa jactancia, lo que no evitó que en noviembre de 2020 asegurara que estábamos ante el principio del fin de la pandemia. Incluso hace apenas semanas que prestigiosos científicos europeos pronosticaron que la pesadilla terminaría más o menos en la primavera próxima, lo que funcionarios gubernamentales de varios países se apresuraron a poner de relieve como si ese previsible final feliz se debiera a su gestión. Para su desgracia y la nuestra el optimismo acabó días después cuando la Organización Mundial de la Salud (OMS) avisó de la seria amenaza que constituye la variante ómicron del SARS-Cov-2, que incorpora hasta más de 30 mutaciones del virus original. Las bolsas mundiales se desplomaron y cundieron las alarmas en numerosos países, al tiempo que volvían a restringir la movilidad de los ciudadanos. El cansancio popular generado por las políticas tendentes a eliminar riesgos ya había generado manifestaciones y protestas en la mayoría de las naciones desarrolladas, donde el negacionismo frente a las vacunas es sorprendentemente grande tratándose de sociedades cultas. Ahora cunde el desconcierto porque los científicos demandan más tiempo para analizar el impacto de la ómicron en el devenir de la enfermedad. Mientras unos consideran que constituye un riesgo superlativo, otros se atreven a denominarlo como un regalo de Navidad, pues aunque sea más contagiosa sus efectos sobre la salud parecen por el momento más leves, lo que indicaría que en el futuro cercano no venceremos al virus, pero aprenderemos al menos a convivir con él.

Asistí días pasados en República Dominicana a un congreso organizado por el Foro Global del Conocimiento a instancias del ya legendario expresidente del país, Leonel Fernández. La reunión trataba de responder a preguntas que los ciudadanos se hacen sobre las consecuencias de la epidemia para la vida de las personas, y sus efectos sobre la economía mundial. Contribuyeron al debate, mediante conexiones virtuales, el director general de la OMS, Tedros Adhanom, y el famoso doctor Fauci, asesor especial del presidente Joe Biden. Tanto ellos como otros científicos presentes coincidieron en el éxito de los procesos de vacunación y en la necesidad de acelerarlos y expandirlos. Pero con honestidad intelectual digna de encomio reconocieron, siguiendo a Sócrates, que apenas sabemos nada, y no tenemos respuestas fiables para las interrogantes ciudadanas. Aunque muchos gobernantes, entre ellos los nuestros, hayan pronosticado repetidas veces la consecución de la inmunidad de rebaño y el fin de la epidemia, la conclusión generalizada fue que la pandemia durará no sabemos cuanto tiempo, ni cuando ni en qué modo se podrá lograr la susodicha inmunidad. Todos coincidieron en la necesidad de aplicar una tercera dosis a la población, niños incluidos, y hasta una cuarta, y cuantas más sean necesarias, al tiempo que aguardamos a conocer los efectos reales de la ómicron y la respuesta a sus efectos de las diversas vacunas. El doctor López Carretero, bien conocido por los telespectadores españoles, confesó sus iniciales dudas respecto a la adjudicación inmediata y masiva de dicha tercera dosis, preocupado como está por la ausencia de vacunación en los países en desarrollo, abandonados a su suerte por los más ricos. Al parecer la opinión de sus colegas le convenció de su pertinencia, por lo que señaló que la ciencia cambia y evoluciona, normalmente para bien. De cualquier modo quedó claro que las llamadas evidencias científicas, tan enarboladas por los políticos para argumentar sus cuestionables decisiones, son también algo relativo.

A la sana honestidad intelectual de los virólogos correspondieron también los economistas. La inflación es la principal preocupación en los dominios de su especialidad, sobre todo cuando la deuda global supera el 330% del PIB mundial. Casi nadie se atreve ya a decir que nos encontramos ante un fenómeno estrictamente coyuntural. El crecimiento de nuestras economías no es en realidad tal, sino un efecto rebote tras las caídas en la producción, y está por ver si a la actual crisis de oferta no le sucede otra de demanda, caso de que las variantes del virus vuelvan a presionar sobre la movilidad ciudadana y el comercio mundial.

El caso es que en estos dos últimos años ya han muerto 5,2 millones de personas a causa de la covid-19, aunque probablemente el número sea mayor, dada la debilidad y el falseamiento de las estadísticas en muchos países. Más de 100.000 eran ciudadanos españoles. No se descarta que la cifra global pueda llegar al doble si no somos capaces de extender la vacunación cuando apenas el 5% de los habitantes de África ha recibido la dosis completa. Los gobiernos de todo el mundo se han encontrado y se encuentran ante un desafío formidable que no siempre han sabido confrontar. El crecimiento del nacionalismo, impulsado por el cierre de fronteras y el miedo al extranjero, ha deteriorado los comportamientos democráticos. ¿Cómo promover la sociedad abierta cuando lo único que sabemos hacer para salvar vidas es cerrarlo todo? Muchos políticos pensaron que encaraban una coyuntura favorable para sus expectativas electorales. Vencer al virus era como ganar la guerra. ¿Se nos han olvidado las imágenes de los condecorados uniformados informando a la población sobre las operaciones militares contra el bicho? El comportamiento estúpido de algunos dirigentes agravó la situación. El ejemplo de Jair Bolsonaro en Brasil explica mejor que nada que en América Latina, con el 8% de la población mundial, se contabilice ya el 32% de las víctimas mortales. No pocos partidos de oposición, por su parte, soñaron que el desastre sería su oportunidad para derribar al poder.

La politización de la lucha contra la pandemia y de la eventual victoria contra ella muestra la falta de ética de muchos políticos. En nuestro caso, la situación hubiera requerido una respuesta solidaria que siguen siendo incapaces de implementar. La adopción por el gobierno de medidas anticonstitucionales a fin de escapar al control parlamentario de sus actos solo es comparable al guirigay generado por las diferentes decisiones autonómicas, en una competición obscena que ha traficado con el riesgo de sus poblaciones. La falta de solidaridad de nuestros dirigentes, incapaces de superar fanatismos ideológicos incluso en momento tan graves como los que vivimos, es desesperante. Los ejemplos, tan numerosos que no merece la pena evocarlos. No sé si estaremos a tiempo de atajar esta situación, no presumir tanto de las políticas de emergencia ni echar en cara los inevitables fracasos de algunas de ellas. Semejante polarización, que algunos tachan de guerracivilista, es una recurrente vergüenza nacional que daña el prestigio de la democracia y sus instituciones. No cabe la menor duda de que los responsables pagarán por ello.