Benigno Pendás-El País
Los derechos fundamentales sufren también con la crisis sanitaria. Las libertades públicas pueden ceder transitoriamente ante la situación excepcional, pero solo para la salvaguarda de la vida y la salud
Dice con razón Giovanni Sartori que la democracia es el régimen político que más depende de la inteligencia de los ciudadanos. Las situaciones excepcionales (no solo jurídicas; también humanas, sociales, políticas) no son propicias al sosiego ni a la moderación. Menos todavía en esta sociedad del posbienestar a la que cuesta asumir la evidencia de que somos frágiles como individuos y como especie y de que Leviatán no es una garantía universal contra todo tipo de riesgos. He aquí algunas reflexiones —lógicamente provisionales— acerca de las consecuencias políticas de esta pandemia que dejará huella.
Con las excepciones de rigor, la reacción social ante la covid-19 merece una valoración positiva. Ni héroes ni villanos, la gran mayoría hemos actuado con razonable prudencia y buen sentido, al menos después de las primeras semanas de temor hobbesiano ante el colapso del sistema sanitario. La sociedad se ha comportado mejor que los dirigentes políticos (de todos los países y de todos los partidos, también con excepciones meritorias), para quienes resulta casi imposible resistir la tentación mediática, ya sea desde el Gobierno o desde la oposición. Entre los profesionales ejemplares y los oportunistas sin escrúpulos, hay un amplio espacio para la gente “normal”, con sus prioridades (mi familia, mi puesto de trabajo) y sus afectos naturales (nuestros mayores; nuestros compatriotas; más débilmente, la humanidad en su conjunto). Las instrucciones de las autoridades se han cumplido casi siempre, de mejor o de peor gana. Algunos lo llaman “servidumbre voluntaria”, apelando a Étienne de La Boétie, pero es simplemente la adaptación al medio que hace posible la supervivencia.
Exageran quienes nos previenen sobre un hipotético gobierno de los expertos, una suerte de “tecnodemocracia” legitimada por una formación especializada. Para bien o para mal, los “políticos” tienen la última palabra, aunque con frecuencia pretenden eludir su responsabilidad en el consejo de “los que saben”. Sería una temeridad no hacer caso a los científicos, pero nadie puede exigirles remedios mágicos ni dotes proféticas: no existe un bálsamo de Fierabrás capaz de vencer a la pandemia. No obstante, es muy conveniente aprender la lección con vistas al futuro: una buena política de prevención de riesgos permite tomar a tiempo las decisiones pertinentes. Los lamentos tardíos son perfectamente inútiles.
Es probable que a corto plazo, y seguramente con carácter transitorio, un nuevo clivaje divida a las sociedades más afectadas por el virus, entre ellas la española. La gestión de la crisis deja ganadores y perdedores. Lo normal es que perjudique a los Gobiernos, desbordados por una circunstancia insólita ante la cual casi todos han reaccionado tarde y con más errores que aciertos. Pero todo depende de la habilidad o la torpeza de la oposición para extraer réditos políticos del malestar social sin perjuicio de actuar con sentido de la responsabilidad. La reflexión vale para todos los niveles territoriales y para todas las ideologías: los ciudadanos van a tomar buena nota. Aunque lo peor está por llegar: el día después ante la más que previsible crisis económica nadie aceptará excusas.
Es notorio que la soberanía estatal sale fortalecida. La respuesta de las instancias internacionales ha sido muy discutida (la OMS, integrada en el sistema ONU pero con perfil propio). Lo peor es que, ante el juicio sumario de una opinión pública muy exigente, la Unión Europea no ha sabido responder al menos en los peores momentos: nadie le pide soluciones en materias que no son de su competencia, pero sí una razonable eficacia y celeridad para contribuir a paliar las secuelas económicas de la crisis. Es lamentable que el éxito histórico del proceso de integración se vea empañado por egoísmos de corto plazo que refuerzan a los populismos nacionalistas o ideológicos, cuyo objetivo es siempre pescar en aguas revueltas. La torpeza de las instituciones es un arma letal a disposición de los enemigos políticos. Por eso, el conflicto entre los Tribunales de Luxemburgo y Karlsruhe no puede ser menos oportuno. No están las cosas como para explicar a la gente los matices jurídicos del principio de primacía o los requisitos que impone la proporcionalidad.
Sufren también con la crisis los derechos fundamentales, seña de identidad de la democracia constitucional. Las libertades públicas pueden ceder transitoriamente ante la situación excepcional pero solo en los términos estrictamente necesarios para la salvaguardia de la vida y la salud. Hay incluso barreras que no se deben cruzar sin un test muy riguroso de idoneidad; por ejemplo, en protección de datos personales, geolocalización o reclusión temporal fuera del domicilio. Las restricciones a la libre expresión y difusión del pensamiento nunca son bienvenidas en el sistema constitucional. Dejemos al Tribunal Constitucional la ardua tarea de distinguir entre “limitar” o “suspender” derechos, sabiendo que nunca lloverá a gusto de todos.
La globalización no está en peligro, a pesar de las apariencias. Volver al tribalismo no es solución por mucho que el cierre de fronteras, las medidas proteccionistas o las actitudes xenófobas puedan tener algún eco social con carácter transitorio. Ahora bien, el refuerzo de la soberanía estatal y el fracaso de las fórmulas multilaterales exigen una reflexión sobre los errores cometidos. Los populismos pretenden tener razón, tanto desde la derecha (nacionalismo a ultranza) como desde la izquierda (la “gente” contra la “casta”). En función de la coyuntura política sorprende ver a los primeros preocupados por los derechos humanos, que siempre han despreciado, y a los segundos, reclamando un sentido de Estado que nunca han practicado. El populismo, forma contemporánea de la demagogia, se hace fuerte cuando las ideologías sensatas dejan de ofrecer soluciones ante el futuro incierto. Por eso, la gestión pospandemia (política, social, económica; también moral) debe ser a la vez prudente y eficiente. Este es el gran desafío para la democracia constitucional. Y una seria duda: ¿tenemos líderes en Europa y en América a la altura de las circunstancias?
No es cierto que los sistemas autoritarios (por calificar generosamente a la República Popular China) hayan sido más eficaces en la lucha contra la covid-19. Es una realidad indiscutible que el origen del virus se sitúa en Wuhan, lo cual no significa dar pábulo a teorías conspiratorias, fake news a gran escala. China empezó antes y terminó antes. Se puede culpar a los Gobiernos democráticos (a casi todos) de no haber sido sensibles a las advertencias científicas. Pero, constatado el error inicial, los medios y los resultados no son ni mejores ni peores, aquí o allí. En Europa, nuestras democracias obtienen resultados dispares: como es notorio, Portugal o Grecia y algunos países nórdicos han hecho bien su tarea. El caos administrativo (test que no llegan; mascarillas que no sirven; hospitales que no funcionan) y las órdenes contradictorias no dejan en buen lugar a las autoridades, pero conviene ser conscientes de las dimensiones de la crisis antes de lanzar la primera piedra. Felizmente, en democracia, los ciudadanos tendrán la oportunidad de juzgar en las urnas (y, cuando proceda, también los jueces en sus sentencias). Pero, salvo por malevolencia o por ignorancia, no es lícito extraer conclusiones en favor de modelos autoritarios frente a las (imperfectas, por supuesto) democracias constitucionales.
Ojalá termine lo antes posible la emergencia sanitaria y podamos ocuparnos de discutir sobre las políticas necesarias para paliar las consecuencias inevitables. He aquí la sabia reflexión del personaje de Marcel Proust, de acuerdo con la experiencia universal: “La vida se reanuda después de los acontecimientos más singulares”.
Benigno Pendás es catedrático y académico de Ciencias Morales y Políticas.