La mujer aparta los ojos del sol y enciende el iPad. Ve que el proceso separatista sigue su curso, inasequible a la democracia. Y que España, sus élites, responde con risas como las que siguen subiendo desde el jardín. Ríen los cronistas, los columnistas, los editorialistas y sobre todo el Gobierno. «¡Ridículo!», dicen. «¡Una nueva pantomima!». «¡El Ikea catalán!». «¡Guardiola sin copa y Llach sin corona!». «Una farsa sin el eco de la tragedia…». Dos payasos, MopayGuenyo, han irrumpido en la fiesta. Hacen malabares con el referéndum, el neo-estado y la república, y los espectadores se apoltronan para ver cómo se rompen la crisma. Se nota que no han visto It, la adaptación de la novela de Stephen King.
Los payasos del Patio de los Naranjos –el Pati dels Tarongers, lo llama ahora el Madrid maternal y cursi– serán risibles, pero no son inofensivos. Como no lo fue el bufón Farage, autor de intervenciones hilarantes en el Parlamento Europeo, ni lo es Donald Trump, The White House Clown. El disfraz de Mopa y Guenyo, sus cabriolas contracíclicas y sus trastazos con la razón no sólo esconden intenciones abyectas sino también la peor realidad. La xenofobia. La apropiación indebida de los sentimientos de los catalanes y de la soberanía de todos los españoles. La violencia contra la ley, es decir, contra las personas. El golpismo. Nada de esto requiere para su constatación de la firma solemne de ningún decreto oficial bajo un sublime techo gótico. Son hechos y ya tienen víctimas políticas, económicas e institucionales. Niños y adultos discriminados. Dinero público dilapidado. Un Parlamento autonómico amordazado hasta la ilegitimidad.
El nacionalismo vacía las palabras de sentido, salvo en un caso: «proceso». El golpe sí es un proceso. Turbio, tortuoso, trufado de episodios que producen una vergüenza ajena radical. Pero también la produjo el golpe de Tejero. Ese mostacho de opereta. Ese gesto de petiso fulero. Ese tricornio rociado de cristales rotos. Qué caricatura. Sin embargo, durante muchas horas aquel paródico cuartelero logró colocar a la democracia bajo arresto domiciliario. Literalmente, y salvo notables excepciones, la tiró al suelo. Lo mismo llevan haciendo, paso a paso, mofa a befa, el presidente Puigdemont y su vicepresidente Junqueras. Y la broma sólo puede acabar mal. Sobre todo si, una vez más, el Gobierno se empeña en confundir el ridículo ajeno con su propia sensatez.
En 2014, el Gobierno y todos los partidos políticos constitucionalistas –salvo, enfáticamente, UPyD– también optaron por la ridiculización del 9-N. El presidente del Gobierno y el ministro de Justicia se refirieron al referéndum como una «pantomima sin consecuencias jurídicas». Tuvieron que tragarse sus palabras, y Artur Mas y sus cómplices fueron procesados en dos juicios que también lo fueron a la incoherencia del Estado. El presidente Rajoy es un hombre tibio, escéptico, eminentemente racional. Su referente vital –quizá el único– es su padre: un juez. Su sintagma favorito y lema o anti-lema político es «sentido común». A un hombre así la revolución y la violencia le son absolutamente ajenas. No es que no las contemple; es que no las comprende. Y a su temperamento se une la táctica. Equivocada. Hace unos días, la vicepresidenta Sáenz de Santamaría filtraba que se siente «traicionada» por Junqueras: lágrimas de cocodrilo escarmentado. Algo parecido podría decir el perplejo ciudadano español de su presidente, que en marzo intentó comprar la paxcatalana con 4.200 millones de euros. ¿Cuánto nos habríamos ahorrado, en todos los sentidos, si hace tres años el Gobierno hubiera dado la cara en lugar del perfil? Pero aquí seguimos, subidos a la noria del absurdo: se exigen consecuencias jurídicas para actos que llevan años teniendo efectos políticos. Y sobre todo se mantiene la perversa dinámica de acción-reacción: el Estado, a rebufo.
El diario El País contaba ayer que la Generalidad pretende formar a miles de «agentes electorales» para que sustituyan a los funcionarios en la ejecución del referéndum. También trabaja ya en el censo y, con el apoyo de cientos de alcaldes separatistas, en las mesas y en la movilización. Como la de ayer en Montjuïc, donde Guardiola amenazó: «Votaremos aunque el Estado no lo quiera». El Gobierno no puede esperar a que el golpe se produzca para pararlo. Dicho secamente y con la seriedad que merecen estos payasos: el presidente Rajoy no tiene que quitar las urnas, sino impedir que se pongan. Por razones éticas y políticas obvias. Pero también por motivos técnicos, logísticos y estratégicos. Siempre será más limpio prevenir que precintar. Y de paso nos ahorramos los aspavientos del cronista Minder en The New York Times.
Cae la noche sobre Barcelona, ahora un Rothko negro y azul. En el jardín, abandonadas, la máscara de Hannibal Lecter, la boquilla de Holly Golightly y la pajarita de Rick. Los únicos que siguen despiertos y activos son los bufones. Urnas, urnas. Jiji, jaja. O el Gobierno deja las risas y toma la iniciativa o va a resultar que el payaso es él.