El autor desmiente que los valores republicanos sean los propios y exclusivos de la democracia, une a la Monarquía el destino de las libertades en España y lamenta las campañas contra la Corona.
Cuando estos días Felipe VI y Letizia se acercan a la gente, en un plan de comunicación y presencia preparado en La Zarzuela, suelen surgir de entre los espectadores dos vítores: un tradicional “Viva el Rey” y un añadido “Viva España”. Es una novedad que no ha pasado inadvertida, y que es producto de esa intuición popular que aflora espontáneos afectos y temores.
En este caso, lo significativo no es lo primero, los afectos, las cortesías que los Reyes suelen recibir en las calles, sino lo segundo, los temores, las desazones provocadas por inauditos aspectos de la gestión política, que la gente percibe y traduce apelando al nombre de la nación. Es una intuición certera lo de unir Rey y España, que se traduce en la necesidad de conjurar un riesgo y afianzar la normalidad.
Uno de los simulacros que más se repite entre nosotros es que necesitamos la república para asegurar la libertad de la gente, cuando un simple repaso a nuestra historia evidencia el fracaso de las dos experiencias republicanas y, en especial, los déficits democráticos de la segunda, la de 1931.
La actual Monarquía española ampara un sistema más justo, más liberal y más humano que el de la II República
Hay obsesión por blandir el enunciado “valores republicanos” como compendio de las libertades y los derechos fundamentales propios de la democracia. En el caso español es un concepto que significa lo contrario pues la II República se dotó de una Constitución votada por la izquierda, rechazada por la derecha y anulada en la práctica al agregarle la llamada ley de Defensa que incluía unas medidas de represión política incompatibles con un sistema de libertades.
Esos valores mal llamados republicanos son los contenidos en la Constitución de consenso de 1978 impulsada por la Corona, que protege todos los derechos y libertades propios de las más consumadas democracias. Es una precisión histórica y cabal que la actual Monarquía española ampara un sistema más justo, más liberal y más humano que el de la II República.
Por eso, defender la democracia en España requiere empezar por proteger la Monarquía, operación nada fácil ahora que los enemigos del Rey se han infiltrado en los más altos escenarios políticos. El verbo infiltrar ha gustado siempre mucho a los comunistas porque define uno de sus principales ardides, el de penetrar en las instituciones, lo que algunos llaman entrismo sin éxito lingüístico -la RAE no ha llegado a aceptarlo- pero sí estratégico.
Tanto éxito estratégico ha tenido Unidas Podemos que ha ocupado cinco Ministerios y una Vicepresidencia, desde donde no ahorra esfuerzos para mostrar su enemiga a Felipe VI y apoyar las protesta contra él. Y hasta ha conseguido entrar en el CNI, santuario de la información y la seguridad de la nación. A ese 20% del Gobierno de procedencia comunista hay que sumar la tibieza y a veces el desafecto del otro 80%, empezando por el presidente Pedro Sánchez, ayuno de entusiasmo por la Corona.
En el Congreso de los Diputados, los grupos que se declaran en guerra contra la Monarquía representan también un 20 % (Podemos, los secesionistas catalanes, Bildu, BNG, PNV, cuyo candidato Urkullu afirma no sentirse español…). Se podría pensar que no son muchos y apreciar que van menguando (apenas un punto desde la anterior elección), pero resulta que son los que sostienen al Gobierno monárquicamente apático y que disponen de una elevada capacidad de maniobra y de difusión de sus estrategias, filias y fobias desde las tribunas parlamentarias. El apoyo que la Monarquía pueda recibir de la actual esfera política es muy débil y la posible apatía que pueda detectar, muy cierta.
No hay una guerra sin cuartel contra el Rey, pero sí un empujón tras otro, un silencio por aquí, una ofensa por allá
Felipe VI ha tenido que enfrentarse a serios contratiempos a veces desde un insólito desamparo. Accedió al trono hace seis años en circunstancias no previstas, tuvo que resolver excepcionales problemas familiares que se sustanciaron con la revocación del título de duquesa a su hermana Cristina y la renuncia a la herencia de su padre Juan Carlos, cuyas actividades privadas siguen proyectándose sobre la Casa aunque el monarca actual nada tenga que ver con ellas.
En el plano político, Felipe VI ha tenido que hacer frente a la rebelión independentista de Cataluña, a un cambio notable del equilibrio de partidos con la quiebra del bipartidismo y a una situación sanitaria y política insólita con una inesperada pandemia y un estado de alarma que ha trastocado la convivencia y ha hundido la economía.
En estos meses, el Rey se ha esforzado en mantener su presencia con gestiones y relaciones desde La Zarzuela y luego encontrándose por España con la gente. No hay noticia de que el Gobierno haya promovido su actividad. La impresión es que el Rey está solo y sin brillo suficiente donde tenía que estar más visible TVE, que mira con fervor hacia la Presidencia del Gobierno y solo al sesgo hacia la Jefatura del Estado.
La última fechoría ha sido nombrar directora de informativos en Cataluña a una persona llamada Rosa María Quitllet que se ha distinguido por lucir el lazo amarillo de los secesionistas y actuar mediáticamente contra el Rey. España juega con su futuro. No hay una guerra sin cuartel contra el Rey, pero sí un empujón tras otro, un silencio por aquí, una ofensa por allá, una pequeña burla, un disimulado ninguneo que, en conjunto, configuran una agresión contra la institución que avala la libertad, el progreso y la tranquilidad de los españoles. No tengan duda de que si el Rey Felipe VI no está seguro, la democracia está en peligro.
*** Justino Sinova es periodista y profesor emérito de la Universidad San Pablo CEU.