Si a toda enseñanza normativa llamamos «adoctrinar», ¿será despreciable el adoctrinamiento para instruir demócratas como lo es el destinado a formar súbditos aptos para un régimen autoritario o fanáticos de uno nacionalista? ¿Acaso es la democrática una ideología como cualquier otra? ¿Por qué esta cruzada contra una asignatura como la Educación para la Ciudadanía?
No hay democracia sin demócratas, pero nadie nace demócrata o ciudadano sino que ha de aprender a serlo. ¿Por qué entonces esta cruzada contra la introducción en la escuela de una asignatura como la Educación para la Ciudadanía? Desde luego por ese infantil sectarismo que transforma cuanto salta a la arena pública en munición contra el adversario: será bueno lo que digan o hagan los míos y abominable lo que proceda de los de enfrente. Pero sobre todo porque existe un terreno propicio, a derecha e izquierda, hecho de esa ignorancia y prejuicios que son campo abonado para las invectivas de la oposición. La misma ignorancia y los mismos prejuicios, oh casualidad, que proclaman a gritos la conveniencia de impartir esa enseñanza a toda prisa.
Ahí está primero el relativismo, nuestra más permanente moda intelectual y moral en las últimas décadas. Eso que pretende enseñarse, se dirá, no es un saber como las Matemáticas o la Geografía; o sea, no algo preciso, demostrable o con validez universal. De modo que aquí no hay magisterio que valga, que todo es opinable y ya sabemos que todas las opiniones son respetables y sólo faltaba, oiga, que usted quisiera convencerme del mejor fundamento de la suya.
Tanto vale el parecer del alumno como el de su profesor o el de sus papás, cada quisque está en su derecho de pensar y decir cuanto le venga en gana y los demás no lo tenemos para cuestionar eso que dice o piensa. Únase a esta sarta de disparates el presunto valor de cualquier diferencia, la prohibición de juzgar ninguna conducta, el reciente culto multiculturalista o ese simulacro de tolerancia que es simple falta de ideas propias… y tendremos el caldo en que demasiados chapotean. Sin ese caldo ambiental, ¿alguien cree que los nacionalismos y otras miserias del momento harían tantos estragos en este país?
Pero este estúpido relativismo, reñido con todo pronunciamiento que rebase el perímetro de cada cual o de su grupo, encuentra cumplido apoyo en las insulsas consignas pedagógicas. La tesis resultante es que la asignatura de marras sobra del currículo escolar. Tratándose de «valores», lo correcto al parecer será inculcar actitudes sin ofrecer las razones que las fomentan y justifican. Basta así enseñar la ciudadanía como de refilón y de pasada, y que la enseñe cualquier titulado y que su enseñanza se reduzca a la adquisición de buenos modales. Los chicos aprenden a ser demócratas cuando en clase guardan silencio o hablan a su debido tiempo; en el mejor de los casos, porque saben recitar algún artículo de la Constitución. Dejada a su aire, en fin, la materia escolar más decisiva para el bienestar colectivo acabará convertida en una maría.
Esta resistencia frente a la Educación para la Ciudadanía se alía asimismo con los prejuicios antiestatales más rancios. El Estado, si no ya la encarnación del Maligno, evoca todavía para muchos un poder oscuro y abusivo, el lugar de la imposición arbitraria e incontrolable. El homo oeconomicus que llevamos dentro nos lo muestra como algo tal vez necesario, pero siempre fastidioso y merecedor de sospecha. Encogido el Estado a mero instrumento, le confiamos nuestra seguridad y la de nuestros negocios, pero que no se atribuya derecho alguno a formar también nuestras categorías morales y políticas. Esta tarea es competencia exclusiva de la familia, que de estos temas conoce un rato largo. Si para colmo de males el actual ocupante de su gobierno nos disgusta, el veredicto salta fulminante: esa medida busca sólo el adoctrinamiento (¿) ciudadano.
Y uno, que no sabe por dónde iniciar la réplica, enviaría enseguida a estos objetores a cursar la misma asignatura cuyo estudio desdeñan para sus hijos. Pues no son todavía ciudadanos quienes viven ajenos a la comunidad general, de cuyo buen orden depende el de las comunidades particulares que formamos; los que no se tienen por sujetos activos de ella, porque eso es asunto de «los políticos»; los que apenas reconocen deberes respecto a sus conciudadanos, y sí más bien derechos. Un griego clásico les hubiera llamado idiotas, o sea, individuos tan sólo preocupados por lo idíos o propio.
A poco ciudadanos que se sintieran, admitirían que este saber de lo tocante a todos no puedetransmitirlo la familia, que es una comunidad parcial y volcada en el egoísta interés de sus miembros.
Esa educación será incumbencia del Estado democrático, la única comunidad universal entre la población, esa cuya razón de ser es procurar el bien de la mayoría según ésta delibere y decida.
Si a toda enseñanza normativa llamamos «adoctrinar», en fin, ¿será despreciable el adoctrinamiento con vistas a instruir demócratas como lo es el destinado a formar súbditos aptos para un régimen autoritario o fanáticos de uno nacionalista? ¿Acaso es la democrática (que respeta el legítimo pluralismo) una ideología como cualquier otra?
No esperemos una respuesta convincente de nuestra jerarquía católica, protagonista principal en esta batalla contra la ciudadanía. Por interesada que esté en combatir el relativismo reinante, su afición al Absoluto resulta una eficaz manera de propagarlo. De suerte que podemos compartir con ella el diagnóstico de ese mal, pero nos separan la detección de sus causas y su tratamiento. Y condenamos el desarme moral propio del «todo vale» para invitar al debate argumentado de las opiniones, no para zanjarlo por medio del dogma.
Será costoso alcanzar alguna verdad satisfactoria sobre una sociedad justa, pero no dejaremos a la autoridad religiosa que nos dicte la suya. Sería como pasar de una minoría de edad a otra, cambiar la «tiranía de la mayoría» por la tiranía de bastantes menos; renunciar, en suma, a la autonomía para resguardarnos en la heteronomía de costumbre.
Pues esta Iglesia, alentada hoy por la enseñanza del anterior Pontífice, ha decidido que su reino sea también de este mundo. Si el lector quiere tomarse la molestia, acuda para comprobarlo a encíclicas recientes como la Centessimus Annus o la Splendor veritatis, en las que aquélla se arroga la máxima autoridad secular a partir de una expresa voluntad fundamentalista.
Según parece, requisito de la auténtica libertad humana será la obediencia a la verdad natural y revelada, sin cuyo reconocimiento no hay garantía alguna de justicia. Y puesto que la encargada de predicar aquella verdad sobre Dios, el hombre y el mundo no es otra que la Iglesia Católica…, saquen ustedes las conclusiones. La filosofía política, claro está, ha de volverse sierva de la teología.
Para ponderar cuánto malentiende la Iglesia nociones políticas elementales, leamos, por ejemplo, que el creyente «no debe aceptar que la verdad sea determinada por la mayoría o que sea variable según los diversos equilibrios políticos» (CA, 46). El caso es que la democracia ni proclama ni pretende semejante barbaridad. Pero, a partir de tan enorme confusión, el programa eclesiástico es diáfano: que la democracia deje paso franco a la teocracia.
Si algún día se llamó maestra, hace mucho tiempo que a la Iglesia le toca sentarse entre los discípulos y aprender ciudadanía como todos.
Ignoramos si fuera de la Iglesia está nuestra salvación celestial, pero seguro que el progreso civil no se halla dentro de ella. Hágase cargo de la comunión de los santos, pero que nos deje a los demás -como estableció por cierto su último concilio- administrar la comunidad de ciudadanos.
Sólo por eso, o siquiera por la cuenta electoral que le trae, al primer partido de la oposición le convendría guardar distancias respecto de sus ilustrísimas compañías. Porque en la cosa pública a él le corresponde el papel de oficiante, no de monaguillo, y goza de mayor autoridad el señor Rajoy que monseñor Cañizares.
(Aurelio Arteta es catedrático de Filosofía Moral y Política de la Universidad del País Vasco)
Aurelio Arteta, EL PAÍS, 30/8/2006