Josu de Miguel Bárcena_El Correo
Es de suponer que algunos ciudadanos se estarán haciendo esta pregunta, después de que Pedro Sánchez y Pablo Iglesias anunciaran un acuerdo de Gobierno menos de 48 horas después de que se celebraran las elecciones. Las explicaciones de los protagonistas han sido entre balbuceantes y protocolarias, los medios de comunicación navegan entre la estupefacción y el escepticismo. No tanto por la posibilidad de que se forme un Ejecutivo integrado por un partido socialdemócrata y otro populista, que también, sino porque la sociedad tiene derecho a cuestionarse si no se han traspasado todas las barreras, al utilizar unos comicios con el objeto de reforzar liderazgos personales y alterar radicalmente el sistema de partidos.
En más de una ocasión he apuntado que las negociaciones para investir a un presidente, tras las elecciones a Cortes, forman parte de un proceso constitucional que genera obligaciones para los distintos actores que participan en las mismas. El incumplimiento de una de esas obligaciones -formar Gobierno- no implica ninguna sanción jurídica, pero deteriora la norma fundamental al banalizar, tensionar y mutar las reglas políticas contenidas en el artículo 99 de la Constitución española. En las próximas semanas se constituirá el Congreso de los Diputados y se elegirán sus órganos de gobierno: sería deseable, en particular, que la presidencia de la institución se tomara en serio sus funciones y llevara el trabajo hecho al Rey antes de que se celebraran las consultas entre las distintas formaciones.
Hecho este desiderátum, resulta necesario responder a la pregunta realizada en el título: para qué han servido las elecciones. Pues para no pocas cosas y todas ellas de gran importancia. La primera, para reforzar el sesgo antipolítico en nuestro país. El fulminante acuerdo entre Sánchez e Iglesias revela el pavor que ambos líderes tienen a unas terceras elecciones. Entiéndame, no es que ellos no hayan contribuido a forjar un clima de descreimiento entre los votantes con su actitud: es que han llegado a la conclusión de que la ciudadanía tiene un límite a la hora de tolerar las dobleces de los representantes. El realismo político, tradición intelectual que parece regir los designios de la actual videocracia española, puede explicar la errática actitud de los partidos y sus líderes en términos de preferencias, pero no justificarla en un plano ético.
Porque uno tiene la impresión de que los comicios recientes han tenido objetivos distintos a los prescritos constitucionalmente. No se trataba solo de elegir un Parlamento para investir a un presidente y formar un Gobierno. Para eso ya hemos tenido varias oportunidades desde diciembre de 2015. Lo que estaba de nuevo en juego era la reconfiguración del sistema de partidos. En verdad, pareció que Rajoy se sacrificaba en aquel bar cercano al Congreso para regalar la moción de censura a Sánchez y así salvar los muebles del bipartidismo. Pudiendo haber dimitido, prefirió que el PSOE asumiera su turno y comenzara así el largo proceso de destrucción de la única formación política que desde la centralidad era capaz de disputar la hegemonía electoral (y cultural) de ambas fuerzas: Ciudadanos. El partido de Albert Rivera y el propio Rivera han sido víctimas no solo de su ambición y falta de visión política, sino de un juego perverso destinado a reordenar el espacio partidista en España.
Naturalmente, ese juego no ha salido gratis. Echen un vistazo a la composición del Congreso: se pueden detectar más de cien diputados que comparten desde distintos puntos de vista el objetivo de destruir la Constitución. Triste actualidad de Weimar. Los resultados electorales revelan no solo fragmentación, sino los buenos usos de los aprendices de brujo que se entusiasmaron con la posibilidad de que España tuviera su propia extrema derecha para poner en práctica el agonismo explicado en los manuales de ciencia política.
Desgraciadamente, nuestros problemas trascienden la épica de los charlatanes y se han situado en el borde de lo excepcional, como se demuestra en una Cataluña, donde el Estado ya no controla ni el territorio. La democracia y el Estado de Derecho tendrán que ser defendidos con unas Cortes que parecen la antigua dieta imperial alemana: vayan a explicar a los de Teruel Existe lo que es el interés general de la nación.
Resulta muy precipitado afirmar que Sánchez vaya a ser finalmente investido. El preacuerdo con Podemos solo puede tener un objetivo: encargar a Pablo Iglesias, como ya ocurrió durante la moción de censura, que convenza a los que están en la prisión de Lledoners o en el palacete de Waterloo para que den el visto bueno al Gobierno de coalición. Piensen después en la confianza parlamentaria con la que contará dicho Ejecutivo.
Quizá lo más sensato sería tener una suerte de gran coalición entre PSOE, PP y lo que queda de Ciudadanos. Pero me temo que hace tiempo que dejamos atrás el tiempo de la sensatez, para entrar definitivamente en el reino de las profecías autocumplidas.