Jorge Galindo-El País
Piden depositar una confianza innata en la naturaleza catalana para su capacidad decisoria sin aclarar para qué usarla
No queremos estar con los que piensan distinto. No queremos intentar ponernos de acuerdo. Preferimos estar con quienes son más similares a nosotros, con aquellos con quienes sentimos afinidad. Tal es la asunción implícita del proyecto independentista: mejor por nuestra cuenta. Obviemos por un momento la heterogeneidad de la sociedad catalana sobre la cuestión de la secesión. Estamos hablando de un movimiento por una pequeña, futura república que, tras media década de proyecto, ni siquiera ha decidido todavía si será Suiza, el paraíso libertario del sur de Europa, o la Dinamarca del Mediterráneo. De hecho, las distintas partes que componen el proyecto aplazan explícitamente el debate, probablemente porque saben que no están de acuerdo. Lo cambian por un “primero, que podamos decidir qué queremos ser y luego ya decidiremos”. Sin embargo, hay una contradicción en la misma semilla del movimiento independentista: si, en teoría, se trata de un proyecto aspiracionista, basado en la capacidad de decidir el propio futuro, ¿para qué sirve la independencia si ni siquiera se tiene claro qué se podrá hacer con ella? La única manera de resolver ese dilema es depositando una confianza innata en la naturaleza catalana para su capacidad decisoria. Pero claro, este esencialismo contradice las bases supuestamente abiertas y liberales de la coalición. Así que no se puede invocar públicamente. En su lugar, escogen ejemplos estratégicos de paralizaciones judiciales (por ejemplo, la normativa sobre los desahucios) para clamar que “en España no se puede” mientras ignoran políticas, recortes, leyes y propuestas hechas o ignoradas en los últimos siete años. El jueves que viene los catalanes acudirán de nuevo a las urnas para decidir si quieren decidir y cómo quieren hacerlo. El debate sustantivo no tardará, eso sí, en regresar a la palestra: como tantas otras veces en los últimos años, saltará desde su escondite tras cada negociación presupuestaria, tras cada reforma legislativa que no tenga que ver con la cuestión territorial. Allí seguirá, impasible, la cuestión: para qué la independencia.