EDUARDO ‘TEO’ URIARTE
· Habría que agradecer al Partido Socialista el ejercicio de desnudez política que ha exhibido en este reciente proceso de primarias, que ha devuelto la Secretaría General a Sánchez. Hay que agradecérselo, pues ha permitido observar un debate vacío de ideas, sin proyecto político para la ciudadanía, con errores conceptuales llamativos. Todo ello, con tan inocente falta de conciencia y pudor, que debiera obligar a reflexionar sobre esta ignorancia política como origen de los serios problemas que nos están estallando. La democracia es un producto caro que hay que tomar en prudentes dosis, su exceso hace daño, destruye a la propia democracia, que también necesita de élites dirigentes cultas si queremos que funcione. Es posible que en los dos aspectos estemos fallando.
El debate sobre el proceso de primarias, más que promover la fácil crítica a los tres candidatos, puede ayudar a descubrir las razones de la inestabilidad actual que trasciende los gruesos muros del partido socialista y alcanza a la política española en general. El porqué los líderes socialistas actuales saben tan poco de política puede constituirse en la clave para la investigación de nuestros males. Resulta sorprendente el limitado nivel de conocimiento ante los problemas serios que padecen, ratificándose la desnudez (aquélla, la del rey desnudo de la fábula) que empezamos a descubrir en Zapatero. Así pues, se podría contemplar las primarias socialistas como el tubo de ensayo desde donde analizar nuestra política, pues una democracia sin líderes ilustrados puede dejar de serlo.
Otro elemento a tener en cuenta a la vez, aunque toda comparación resulte odiosa, es la capacidad que ha tenido el republicanismo francés para renovarse tan rápidamente, que haya sabido salir de la encrucijada trágica a la que los viejos partidos la habían llevado. En pocos meses se encuentra una fórmula de Centro que permite mantener la estabilidad política, a pesar de la importante presencia de los populismos de derecha e izquierda. La cultura del republicanismo, y una menor importancia de los partidos franceses en el tejido del sistema que los de España, pueden ser las causas que hayan permitido, entre otras, la fulgurante fórmula de cambio que ha sido capaz de liderar Macron, que al contrario que los líderes de socialistas de aquí ha basado su discurso en ideas.
El proyecto político no era el tema de debate en el caso del socialismo español, pero si lo era, en cambio, hasta la obsesión, la maldad de la derecha, el ansia por desbancarla del poder, la importancia desmesurada del propio partido, y la necesidad de unión -que todos eran socialistas gritaba dramáticamente en sus momentos apoteósicos Susana Díaz, como si esta desgarradora llamada fuera lo único importante-. No ha sido un debate político, ha sido un debate endogámico sobre el Partido, por lo que es fácil deducir que lo único que le importa a un socialista de verdad, que todavía resista impasible en sus filas, sea el propio partido socialista. Y efectivamente, sobre él, sobre los gustos, deseos, y especialmente sobre los sentimientos más febriles de la militancia, se han ajustado los discursos, movilizando sus inquietudes y prejuicios más cainitas a la vez que se llamaba a la unión en el partido. De esto sí que saben los protagonistas del debate, pues toda su experiencia vital reside en él. Nada que pueda interesar a los de fuera, salvo la preocupación de ver en qué manos pueden caer nuestros destinos, pues este debate les ha encerrado aún más en el ensimismamiento.
A Patxi López le tocó sacar a relucir el vacío político en el que la actual jerarquía del PSOE se mueve, cuando le preguntó a Sánchez sobre lo que él consideraba que es la Nación y éste no supo contestar adecuadamente. Posiblemente hubiera ocurrido lo mismo si la pregunta hubiera sido dirigida a cualquier otro socialista de su generación. De Susana Díaz no he escuchado ninguna concepción política, por lo que es difícil opinar, aunque su silencio en este terreno sea significativo. Pero el cacao intelectual de López no es mucho menor que el de Sánchez, cuando en el pasado hablaba de identidades y plurinacionalidades, o de ese concepto nuevo excluyente en sí mismo denominado cosoberanía, o el difícil misterio del federalismo asimétrico, o su confusión, que casi todos los socialistas comparten, entre federalismo y confederalismo. Los líderes socialistas no saben de política porque su mundo empieza y acaba en el Partido. El mundo es el Partido, una superestructura en el sentido marxista, padeciendo, además, el prejuicio obrerista en sus cenáculos “pata negra” de que la política es “cosa de la burguesía”. Les ha sido suficiente centrarse sólo en el partido.
Y esto es así incluso cuando ha llegado por la izquierda su enterrador, Podemos, con una verborrea exuberante e izquierdista, o libertaria, que seduce a la militancia socialista. Una verborrea de ruptura ante la que el socialismo español se encuentra desvalido, pues rara vez, incluso en tiempos de González, supo articular un discurso político general, nacional, fundamentado en el republicanismo teórico y en la democracia representativa. Podía haberlo pensado cuando eliminó de su partido la declaración de marxista, creyendo que en éste residía su anquilosamiento y dogmatismo cuando probablemente no fuera así, que dejaba a su organización de fuerte raigambre obrerista en los brazos del anarquismo.
La fatales consecuencias de este rechazo al discurso político empezó a notarse allá por el 2001, cuando había que hacer frente, con discurso y alianzas, al secesionismo del Frente del Pacto de Estella y el Plan Ibarretxe. En ese momento el PSOE tuvo que enfrentarse al primer acto de subversión antisistema, lo que finalmente le costó la cabeza al entonces secretario general de Euskadi, Nicolás Redondo, pues éste cometió el error de hablar de política. Tuvo que hacer discurso de Estado, y llevar adelante gestos consecuentes sin conformarse con corear que la culpa de todo la tenía el PP con el que concertó una alianza -de la que posteriormente se aprovecharía Patxi López, porque en esta Cuestión de Estado el PP si fue coherente-. Desde el rechazo de aquella alianza con la derecha -con quién si no- proviene la deriva izquierdista y los incoherentes giros y vaivenes subsiguientes del PSOE. Ahora al secesionismo antisistema se suma el populismo izquierdista, y al PSOE no se le ocurre otra cosa tras las primarias que acercarse a él, para acabar siendo deglutido en sus fauces, convirtiendo a Rajoy y al PP en el referente de la estabilidad política española para muchos años.
Lo grave del desconocimiento de los conceptos necesarios para la democracia es que pueden mostrar una desconsideración hacia ésta. La Nación, el concepto “discutido y discutible” según Zapatero, fundamento de la revolución liberal, sigue siendo imprescindible como lugar de encuentro y referencia axilar para permitir la política, la convivencia política. Sin un proyecto común de la ciudadanía, sin un discurso común en el que participe izquierdas y derechas, no vale la pena seguir con el paripé de esta democracia. Tendría razón Podemos, pues se podría considerar este sistema, sin el espacio y discurso común de convivencia, como un simple apaño de la casta durante la Transición para repartirse el poder y la corrupción visto su comportamiento actual. Y la seguiría teniendo si lo único importante para un partido como el PSOE es el desbancar a la derecha, o mejor liquidarla, para lo cual son más claros y directos los de la formación populista. No es política cuando faltan las bases fundamentales del republicanismo teórico. La Nación, el Republicanismo como sistema bajo la ley, el Liberalismo como contrapunto en la defensa de la libertad.
Si lo importante es el Partido todo lo demás, incluidas las invocaciones a la democracia, sobra. Inmediatamente la tendencia hacia el totalitarismo que todo partido posee en sus genes se fomentará, por lo que aumentarán los programas totalitarios, de ruptura, que hasta fechas recientes sólo se apreciaban en los nacionalistas. Faltaba por verse en partidos como el socialista, que fuera fundamento de la transición democrática, la deriva de sustituir la democracia por la imposición de sus pretensiones de forma absoluta. “No es no” era el comienzo.
La partitocracia como inconveniente.
Si los partidos de nuestra vecina república del norte tuvieran la importancia, influencia política y social de los nuestros, y su significación como referencias fundamentales del sistema fuera como aquí, incluso mayor que la del Estado, no hubiera sido posible la fácil maniobra de encontrar un centro republicano que hiciera frente a su crisis política. Allí, el mito de la República y sus valores sobrevuelan los instrumentos de participación y representación que son los partidos, creando un espacio común, el de la concordia erigido al final del siglo XIX por la Tercera República, que hace posible el ejercicio de la convivencia política y que ésta sea capaz de renovarse en momentos de crisis como los actuales.
Los partidos franceses, de apariencia débil por la multitud de familias que los componen, pueden fenecer si su inutilidad se manifiesta. Sin embargo, el sistema sobrevive, aunque se cambie incluso de constitución. Allí, donde la doble vuelta electoral educa y libera a la ciudadanía de la adhesión inquebrantable a una sola sigla, haciendo de la política un ejercicio civil, la salida ante las encrucijadas son posibles. Allí, el partido no es la militar tortuga romana propia de nuestra idiosincrasia de entusiasta y militante sectarismo, o de adhesión religiosa, idiosincrasia animada por los propios partidos encaminada a amurallar a su afiliación. Allí el partido no liquida la facultad de los cambios ni a los líderes necesarios. Allí la República es sagrada, aquí lo son los partidos. Por eso en nuestro país las reformas se convierten en ruptura. El sistema político en manos exclusivas de los partidos carece de envoltura ideológica común a ellos y, por consiguiente, el sistema carece de flexibilidad. Si en Francia la llamada a la concordia y al encuentro nacional es un mensaje republicano aquí es tildado por la izquierda de fascista.
Hace tiempo Gustavo Bueno calificó nuestro sistema como una partitocracia, y aunque algún jurista considere la calificación de peyorativa, no cabe duda que ponía el dedo en la llaga de la posible enfermedad más grave que iba apareciendo en nuestro sistema. Esta calificación la basó en la gran influencia que los grandes partidos procedentes de la Transición disponían en todo el entramado político y social. Desde el poder judicial a los ámbitos económicos, mediáticos, universitarios y culturales. Su presencia se muestra en todas partes, los partidos se convierten en un procedimiento bastante habitual para el enriquecimiento de personajes, medio importante para ser alguien en España.
El resultado actual del papel de los partidos da lugar a la creíble versión de la Transición que el populismo realiza, al descalificarla como un reparto del poder entre las formaciones que hasta entonces habían sido proscritas por la dictadura, y que en ese reparto acordado iba a basarse un estatus quo que dotaría de estabilidad al sistema -la Ley Electoral puede ser un ejemplo de ello-. Como toda vulgarización resulta difamadora, pero sí responde a cierta parte de la realidad. Es cierto que la Transición tuvo que hacerse en unas circunstancias difíciles, al paso y medida de los partidos que optaron por la participación en el marco que los sucesores del franquismo les abrían, pero todos disponían de un discurso común de concordia y reconciliación. El momento del consenso, que dio lugar a una defensa compartida de la Constitución y su exaltación como lugar de encuentro. Sin embargo, la concesión al acuerdo precipitado promovió la creencia entre los viejos partidos de que todo era alcanzable con tal de que se reivindicara y, lo que es peor, que eran los únicos protagonistas de la política. Este pensamiento, surgido de una práctica que tuvo su justificación en un momento de trascendente cambio político, posteriormente empezó a no tener límite a la vez que casi todos ellos se iban apartando del espacio del consenso y de la defensa de la Constitución. La versión que da Podemos sobre la Transición no es cierta por lo que en su momento fue, sino por el devenir posterior que promovieron los viejos partidos.
Las viejas fuerzas políticas no dejaron de escarbar en todos los ámbitos de influencia. No sólo en los órganos judiciales, que es lo que hoy escandaliza, sino en el ámbito territorial de las autonomías, promoviendo una deriva centrifuga sin límite, encastillándose en muchas de ellas partidos o sectores importantes de dichos partidos. Y mientras la Nación se fue desnudando de todos los elementos simbólicos e ideológicos, de convención, centralidad y jerarquía, muchos de ellos imprescindibles, en las comunidades autónomas se erigían monumentos a la identidad y a la diferencia con el vecino, se creaban himnos y banderas, presentes hasta la saciedad, y del localismo se iba pasando al nacionalismo tibio en aquellas donde anteriormente no había existido, y donde éste existía se exacerbaba. Simplemente para garantizar el poder de sus promotores, no para dotar de racionalismo y eficacia a la gestión de lo público. Mientras, el pueblo era seducido en el folklorismo y en el prurito de su diferencia con el vecino. En España no existe una ONG que se llame Bomberos sin Fronteras Autonómicas, eso lo tiene que hacer la UME y no siempre sin problemas.
Habría que preguntarse si tal fortalecimiento partidista no acaba en el detrimento de la convivencia política, en el debilitamiento del sistema, amén de fomentar la corrupción hasta niveles de reventarlo. Los partidos se sentían los propietarios de lo público, o de la parcela territorial en el caso de los nacionalismos que se les había concedido. Cuando el statu quo empezó a resquebrajarse porque otros en buena lid podían arrebatarles su parcela de poder los nacionalistas comenzaron a optar por la ruptura, a la vez que otros se iban sumando. Lo único importante era la supervivencia del partido.
Los primeros que se salen y enfrentan al sistema son los viejos nacionalismos periféricos. Estos, además, poseían más o menos explícitamente un programa ideológico previo. Programa totalitario, pues se confundía con el de toda la comunidad, que desde un facticismo evidente incitaba a llevarlo con coherencia programática, aunque se enfrentara a la democrática, hacia el punto de secesión. El que garantizaría su supervivencia. En el caso vasco los símbolos y programa del PNV y de la comunidad son los mismos, la bandera de Euskadi es la del partido, el himno es el del partido, el estatuto de autonomía fue hecho a imagen y semejanza del partido, la pretensión de un pueblo y un solo partido es una pretensión constante y un mito importante. En este caso, cuando la parcela de poder se pone en riesgo, cuando otros pueden ganar las elecciones, se opta por la secesión. El caso del nacionalismo catalán parece similar, incluso más homogéneo e indiferenciador, puesto que él entra hasta los anarquistas de la CUP.
El incremento del poder de los partidos se iba realizando a la vez que se iba demoliendo el discurso común. Mientras la puesta en marcha de nuestra democracia tuvo el reto de la cuestión militar, podía darse un golpe inverso al proceso democrático, y los partidos no eran todavía las corporaciones que los fueron después, había un discurso común en favor de la Constitución y de la convivencia democrática. Fracasado el 23 F y sus secuelas, el abandono del discurso común se hace llamativo. Finalmente, el 11M supuso una experiencia dramática para nuestra democracia cuando la izquierda responsabiliza al Gobierno de los brutales atentados. Luego, se aprovecha incluso por ésta el problema catalán con tal de erosionar y debilitar al Gobierno. Comportamiento achacable a la izquierda, pues la derecha carece de esa facultad de responsabilizar al que no lo es porque carece del pedestal de la superioridad moral. La culminación de la ruptura por parte del socialismo se hizo desde el Gobierno mediante la Ley de la Memoria Histórica, con ella se puso punto final al encuentro constitucional y a la reconciliación nacional, pues para la izquierda, que carecemos de nación, carecemos también de cualquier vínculo con la derecha. Ya no es el discurso de las dos Españas el esgrimido por Franco, lo resucita uno de los viejos partidos que protagonizó la Transición con el fin de creer que así se garantiza su supervivencia.
Resulta importante considerar que los encargados de llevar adelante nuestro sistema político, los partidos proscritos durante los cuarenta años de dictadura, fueran precisamente, tras desgastar la moqueta del poder, los que empezaran a abatirlo. Es fácil entender en el seno de esta trayectoria, impulsada especialmente por nacionalistas y la izquierda, la imposibilidad de llegar a pactos de estado y que nuestro parlamentarismo sea de los menos deliberativos de Europa. Por el contrario, se erige como una caja de demolición, sustituyendo al poder judicial con comisiones de investigación inauditas que pueden, también, reventar el sistema -amen de su conversión en un plató para espectáculos basura-. Hace tiempo que los partidos que dieron lugar a la Transición, renovados sus dirigentes y cuadros por otra generación, han demostrado su incapacidad para el pacto. Cuando el PSOE le pide al Gobierno del PP una solución pactada con el secesionismo catalán, cuando él fue incapaz de pactar la gobernabilidad de España, sencillamente lo que está reclamando es el repliegue, una vez más, del Estado. En España desde el pacto antiterrorista, que fue saboteado por la negociación del Gobierno socialista con ETA, no existe el menor asomo de pactos de cierta trascendencia política.
Donde no hay discurso republicano se desata el caos, no tiene sentido proseguir la cantinela de la democracia española cuando lo que caracteriza a prácticamente toda la oposición, salvo Ciudadanos, es una fobia tribal y primitiva contra la derecha. Sin un mínimo de espacio político compartido, y la función de los partidos como instrumentos del sistema, y no al revés, no hay forma de salir de esta situación si no es mediante la ruptura.
En este marco el esperpento está servido. En nombre del pueblo, de la buena gente, los de Podemos hacen los que les da la gana. Entra una dama a pecho descubierto en una capilla u otorga la medalla de Cádiz a la Virgen del Rosario. La democracia no es esto, la democracia es un sistema con límites y controles tutelada por leyes y unas élites sabias, lo sabían ya los Padres Fundadores. ¿Y quiénes son esos?