FERNANDO VALLESPÍN-EL PAÍS
- Algún día habría que hacer un balance del tiempo dedicado al politiqueo y al más propio de la gestión
1. Cuando Gabilondo dijo que excluiría al díscolo Pablo Iglesias de un eventual pacto poselectoral si tenía la posibilidad de formar gobierno en Madrid, el ministro Ábalos dijo eso de “estamos en campaña electoral”. O sea, que no había que creerle. Cuando con motivo de la campaña catalana el líder de Podemos se explayó en el diario Ara sentenciando que en España no había “normalidad democrática”, la ministra portavoz, María Jesús Montero, señaló que eran “declaraciones que se enmarcan en la campaña electoral”. Más de lo mismo: a lo que se dice en campaña electoral no hay que darle carta de veracidad; o solo a medias. ¿Para qué sirve entonces esa intensa y costosa exhibición de recursos monetarios y retóricos si, como reconocen los propios protagonistas —¡dos ministros!— lo dicho en campaña hay que tomárselo a beneficio de inventario?
2. En nuestra procelosa vida política es cada vez más difícil distinguir entre la política normal y la política electoral, la belicosidad es más o menos la misma. Y si, como parecía que iba a ocurrir después de las catalanas, se abre un amplio periodo sin nuevas elecciones, a algunos políticos —Ayuso en este caso— les falta tiempo para volver a engancharse en otras. Vamos a ver cuánto tarda Juan Manuel Moreno en convocar las próximas, porque las siguientes en la lista son las andaluzas. Parece como si les produjera un vacío existencial el no tener alguna ocasión de medirse. O no pueden superar el vértigo de aprovechar el momento idóneo para convocarlas anticipadamente. O ya solo saben hacer eso, la esgrima dialéctica concentrada en denigrar a los adversarios.
3. Hay que pensar, además, que la campaña propiamente dicha es una parte pequeña de eso que podemos llamar periodo electoral. Está también la precampaña, el lapso más dilatado, pero que cada vez se parece más al plazo final. La única diferencia está en eso de los mítines, el momento en el que los políticos se bajan de su podio, se mezclan con la gente y le hacen ver que ellos, los ciudadanos, son lo único que importa. En tiempos de pandemia, y como ya tuvimos ocasión de experimentar en Cataluña, estas muestras de pasión política quedan, sin embargo, descafeinadas. Y están también los debates electorales, donde siempre tienden a ganar los propios.
Conclusión: si a) lo dicho en las campañas es poco creíble y constituye, por tanto, un gran simulacro; b) se extienden mucho más de lo que les correspondería y contaminan el ejercicio de la política ordinaria, indistinguible ya de la más propia de los periodos electorales; y c) ya ni siquiera se pueden hacer mítines salvo para los medios de comunicación, ¿para qué queremos campañas electorales? Otra cosa más: si casi todo es campaña, ¿cuándo trabajan los políticos en lo que de verdad importa a la gente? Algún día habría que hacer un balance del tiempo dedicado al politiqueo y al más propio de la gestión. Podemos empezar por Ayuso, ¿cuál es el balance de su Gobierno en Madrid? El dedicado al politiqueo lo sabemos de sobra. Y así con todos. Propongo que sea eso en lo que a partir de ahora debemos fijarnos, concentrarnos en los debates electorales y medir sus propuestas a partir de sus realizaciones. ¡Qué candidez la mía!