CÉSAR ANTONIO MOLINA-EL MUNDO

El autor cree que la supervivencia de España y de Europa está en riesgo. Urge a los políticos a pactar excepto con populistas y secesionistas. «El nacionalismo es el mayor cáncer de nuestra sociedad», explica.

HACE UNOS AÑOS, en una cena, coincidí con uno de los empresarios más importantes de nuestro país, y no solo de este. La conversación fue amena y, ya avanzada la misma, me comentó que hacía poco que había conocido al presidente del Gobierno de aquellos tiempos, por insistencia suya. Enseñándole la fábrica matriz, el político tuvo la ocurrencia de presumir de los miembros de su gabinete. Luego le hizo una pregunta un tanto comprometida e indiscreta: «¿Qué te parecen?». El anfitrión calló la primera vez, calló la segunda y, ante la insistencia, en medio de su silencio, cada vez más espeso, contestó: «Yo no los contrataría». El arte de callar no le correspondía al industrial, sino al político. ¿Es acaso más difícil crear de la nada una empresa multinacional y conducirla exitosamente durante décadas que dirigir el gobierno de una nación secular, repleta de funcionarios? Me hubiera gustado que los protagonistas de mi anécdota me lo contestaran. El caso es que este asunto regresó a mi cabeza a la vista de todo lo que ha estado pasando con los pactos poselectorales y la incapacidad de nuestros políticos (jóvenes y aparentemente bien preparados) para llegar a acuerdos en el Gobierno de la nación, en uno de los momentos más frágiles y complejos de nuestra historia contemporánea. Imaginémonos qué sucedería si los altos ejecutivos de la empresa, antes mencionada, no fueran capaces de resolver problemas semejantes, cuál sería su destino dentro de su organización. Es inconcebible que, por cuestiones partidistas y ante lo malo y lo peor, se abandone al Estado a su suerte. Porque dejar un Gobierno en manos de quienes lo quieren destruir es de una gravedad inmensa. En este momento hay que tenerlo muy claro. El mayor enemigo de España son los nacionalistas, incluso por encima de los populistas. Y apoyar para que esto no se produzca es una obligación constitucional.

Los ciudadanos que no salen de su agitación, después de varios meses de sobresaltos, se hacen preguntas tan sencillas y elocuentes como estas: ¿para qué políticos? ¿para qué partidos? Gandhi decía que los partidos estaban para que las personas no tuvieran ideas propias. El partido –cuando no es tan cesarista como los actuales nuestros– le dice al líder qué línea debe seguir. El partido intenta decirle al votante a qué político debe votar y se interpone entre el pueblo y sus representantes. Los partidos políticos que históricamente más éxito han tenido son los que han generado un verdadero sentido de pertenencia entre sus miembros. Hoy, la caída en picado de la militancia es una llamada de atención. Hoy, a la vista de lo que está pasando, los partidos políticos se han convertido en asociaciones intransigentes e intolerantes. Las coaliciones son siempre una alternativa para no paralizar la gobernabilidad. La democracia española surgió de la tolerancia. En la política de EEUU también se está dando desde la llegada de Trump. Antes, republicanos y demócratas, cada uno en sus propias filas, tenían a grupos más conservadores y progresistas capaces, entre ellos, de llegar a acuerdos en cuestiones importantes para el país. Hoy solo existen bandos enfrentados. Ian Kershaw, en su monumental historia de la Europa del siglo XX, destacaba la importancia que tuvieron los políticos en la posguerra. Líderes que, en medio de la ruina, le devolvieron el carisma y la credibilidad a la política. Hoy todo brilla por su ausencia. Las redes sociales han influido mucho en la caída de los partidos como clubs, lugares de reunión, de debate, de estudio, de reflexión, de familiaridad. El poder de la red los va relegando. También los partidos dejan paso a movimientos sociales más directos e inmediatos. Su mayor peligro es el de conformarse, ellos mismos, en un partido, como le ha sucedido a Podemos. Los partidos jamás pretendieron ser democráticos (a veces lo intentan), mientras que los movimientos sí, pero no les ha ido mucho mejor. Los partidos políticos consuetudinarios están sufriendo derrotas sin precedentes. Por ejemplo, en las presidenciales francesas.

Las redes sociales han logrado que la democracia representativa parezca falsa y que las versiones falsas que existen en la red parezcan más reales. ¿Qué fue de aquella revolución democrática que internet traía? Era para vigilar al Estado y a sus representantes, pero hoy son ellos quienes nos vigilan aún más. Ellos y las empresas privadas que están robándonos con complicidad nuestra libertad. La democracia representativa ha consistido en observar y vigilar. Nosotros los vigilamos para asegurarnos de que no se aprovechan del poder que les hemos delegado; mientras que ellos nos vigilan para procurar que no nos aprovechemos de la libertad que nos han delegado. Putin bombardea con desinformación, con bots en twitter que fingen ser personas. Hoy la micromanipulación del electorado es un peligro. Joseph Schumpeter define a la democracia en la que vivimos como una competencia entre equipos de vendedores que tratan que los votantes compren su producto. Las ideologías como producto: marcas, candidatos, partidos. Comenzaron esto las empresas publicitarias. La revolución digital prometía mucho para la política, pero ha sido más lo negativo que lo positivo.

Muchos hablan de hacer del Estado una empresa. Un consejero delegado no elegido por la ciudadanía. Los ciudadanos no serían más que clientes, no tendrían que preocuparse de la política. Es más, cualquier interés por ella sería un delito; y nos tratarían como usuarios de un supermercado. Nic Land, difusor de esta propuesta, la del Gov-Corp, y al que, por supuesto, se le ha acusado de ultrareaccionario, dice que si no fueran rentables nuestros impuestos podríamos reclamar al departamento de atención al cliente. Otros politólogos, desesperados, piensan que la robótica lo resolverá todo. Piergiacomi es de esta opinión: «Los humanos se están volviendo más estúpidos, los políticos más falsos, mientras las máquinas más inteligentes. ¿Acabarán ellas tomando las decisiones?». La ausencia de alternativas paraliza la democracia. El populismo se basa en esto. El autoritarismo resurge siempre en las dificultades. Incluso el autoritarismo «democrático» del húngaro Orbán, él mismo autotitulado como «demócrata iliberal».

¿Vamos camino de la epistocracia? Es decir, la del gobierno de «los que saben», contrario a los presupuestos de la democracia. ¿Es tan importante que todos participen y el peso de cada persona sea el mismo? ¿Sería bueno un autoritarismo pragmático? ¿Acaso a la Grecia actual no le resolvieron su crisis los bancos? Brennan dice que muchas cuestiones políticas son demasiado complejas para el nivel de comprensión de la mayoría de los electores. Yo añadiría que incluso para la mayoría de los elegidos. David Runciman, en su magnífico ensayo Así termina la democracia, escribe: «¿No debería preocuparnos lo mismo proteger a las personas de la incompetencia del demos que protegerla de la arrogancia de los epistócratas? Sí, si fueran la misma clase de poder, pero no lo son. La ignorancia y la estupidez no oprimen de igual forma que el conocimiento y el saber, precisamente por la incompetencia que encierran aquellas». La defensa de la democracia contra la epistocracia viene a ser una variación sobre la defensa de la democracia contra el autoritarismo pragmático. Stuart Mill tenía razón: la democracia viene después de la epistocracia y no al revés.

UNA GRAN EMPRESA tecnológica denominada Kimera Systems anunció que estaba a punto de desarrollar una inteligencia artificial llamada Nigel. Ayudaría a los votantes a dilucidar sus dudas y, supongo, que también a los propios políticos. Evidentemente, disponiendo de todos los datos de cada uno de nosotros. Su propietario, Shita, cuando fue recriminado por semejante cosa se molestó y contestó airado: «Acaso la máquina no ayudaría a la democracia, pues ella sería la única que tomaría en serio nuestros deseos. A los políticos no les importa mucho nuestros deseos, les importa convencernos de que queremos lo que ellos nos ofrecen». Quienes rechazamos este panorama tan desolador y deshumanizado, también antidemocrático, le pedimos a nuestros políticos que sean más sensatos y no den motivos al pábulo. Pacten cuando tengan que pactar (excepto con independentistas y populistas). El nacionalismo es hoy, con mucho, el mayor cáncer de nuestra sociedad. Ayudemos a curarlo entre todos. Está en riesgo la supervivencia de nuestro país y Europa. Está en riesgo también la vida de muchos millones de nuestros compatriotas que en esos territorios no comparten estas ideas totalitarias y que verían en riesgo la permanencia en su propia tierra. Hoy no hay mayores enemigos que Otegi y los suyos. Hoy no hay mayores enemigos que Torra y su recua. ¿Dejaremos que nos ganen por incompetencia?

César Antonio Molina es escritor, ex director del Instituto Cervantes, ex ministro de Cultura. Su último libro, Las democracias suicidas (Fórcola).