Rubén Amón-El Confidencial
- La crisis generalizada de las instituciones enfatiza la reputación que ha recuperado la corona, así como la credibilidad y la autoestima que caracterizan a un aparato militar ‘rehabilitado’ en los presupuestos
Impresiona hasta qué extremo la fiesta del 12-O ha reanimado la credibilidad de las instituciones que los clichés y la progresía consideran anacrónicas. Me refiero a la monarquía. Me refiero a la clase militar. Me refiero a la personalidad que las aglutina: Felipe VI vestido con el uniforme de capitán general de la Armada. Y presidiendo el desfile de la soldadesca.
La imagen le resulta insoportable a la izquierda republicana tanto como sobrexcita el patrioterismo folclórico de la extrema derecha, aunque la colisión de semejantes posiciones beneficia la reputación de Felipe VI y enfatiza la oportunidad de una jefatura de Estado ‘super partes’.
Ha aseado el Rey la imagen de la corona a expensas del sacrificio paterno. Y ha puesto en camino el proceso sucesorio. No estaba la heredera en el desfile por razones lectivas —no es fiesta en Gales el 12-O—, pero la monarquía ha garantizado y predispuesto el ‘cursus honorum’ de Leonor, expuesta ella misma a un proceso de instrucción militar —lo empieza en 2023— y al trance del juramento de bandera cuando alcance la mayoría de edad.
Reviste extraordinaria importancia la revitalización de la monarquía y la reputación del ejército, precisamente cuando el Estado español atraviesa por una crisis institucional polifacética. Lo demuestra la ausencia de Carlos Lesmes en el desfile. Y el plantón con que los vocales del CGPJ decidieron desmarcarse porque se consideraban maltratados por el protocolo monclovense. Sospechan que Sánchez los invitó tarde y mal.
Y puede que sean ciertos tanto un extremo como el otro, pero la rabieta adolescente de las señorías —no menos estúpida que las bajas de Pere Aragonès e Iñigo Urkullu— redunda en un desencuentro que socava la credibilidad de la nación y que se añade al inventario de las instituciones zaheridas. Ya se ha ocupado Sánchez de neutralizarlas y de instrumentalizarlas, sin distinción entre el Supremo, el Tribunal de Cuentas, la Fiscalía General, la televisión pública, el CIS y hasta el Parlamento.
Se han convertido en una mala costumbre los abucheos al presidente del Gobierno en los desfiles del 12 de octubre. Reflejan una pésima educación y deterioran el respeto de una esmerada liturgia castrense que Felipe VI presidía con su aspecto senatorial. La barba blanca envejece al monarca en contraste con la intemporalidad de Letizia. Y aporta aplomo a un ceremonial cuyo sentido desigual del espectáculo —de los paracaidistas a los cazas— predispuso el fervor de los súbditos reunidos en la Castellana.
Una euforia lúdica y engañosa, pues el diagnóstico que emana de la ‘fiesta nacional’ sugiere un estado de depresión y de angustia que se añade a las tensiones territoriales. Han prosperado gracias a las relaciones privilegiadas del PSOE con ERC y Bildu, aunque el proceso endogámico declarado en Cataluña demuestra que el independentismo es un capricho burgués cuya expectativa reaccionaria se ha malogrado en cuanto han aparecido los problemas reales. La pandemia es un ejemplo, al igual que la crisis económica y la guerra de Ucrania.
La amenaza de Putin es tan evidente como la necesidad de estimular los medios militares. Decía Sánchez antes de acceder a la Moncloa que era partidario de suprimir el Ministerio de Defensa. Se adhería a la ñoñería del pacifismo voluntarista, pero aquellas impresiones no contradicen que los presupuestos generales hayan aumentado en un 25% la partida de las Fuerzas Armadas, tanto para los gastos de personal como para la adquisición de aviones, vehículos armados y recursos tecnológicos.
Se entiende así mejor la relevancia del desfile del 12-O. Y el ejercicio de autoestima con que desfilaron los militares por el paseo de la Castellana. No ya ‘justificados’ en la cercanía geográfica y psicológica de la guerra de Ucrania, sino identificados en un Rey cuyo uniforme recupera todo el prestigio simbólico. Igual que la bandera y que el himno.
Ya escribía Víctor Lapuente que la izquierda española cometió el error de matar la patria. No aludía al fervor patriotero, sino a la pérdida de toda trascendencia.
«La izquierda cosmopolita ha matado la patria, la idea de que los ciudadanos de un país constituimos una comunidad cultural. La patria laica era para la izquierda el equivalente a Dios para la derecha: un ideal trascendental. Pero la izquierda de ahora, en lugar de enfatizar lo que une a los miembros de una nación, sus valores y tradiciones, ha abrazado un difuso cosmopolitismo apátrida. El endiosamiento del individuo ha repercutido negativamente en la democracia, en la ética» (‘Decálogo del buen ciudadano’, Península).
La paradoja de un desfile militar ‘en pleno siglo XXI’ consiste en que el escándalo de un rey vestido de uniforme protege mejor que ninguna otra institución los deberes de una monarquía… parlamentaria. Y no porque el jefe del Estado haya abusado de sus (limitados) poderes, sino porque las instituciones se han desentendido de las suyas. Lo refleja la anécdota más incómoda del desfile, o sea, la paciencia del Rey esperando dentro del coche porque Sánchez había llegado tarde a la ceremonia y tenía que ocuparse de recibirlo. ¿Un desplante, una torpeza o una provocación?