Beatriz Becerra-El Español

El abuso del mecanismo de la acción popular o la excepcionalidad de esta figura constitucional a nivel europeo son las dos razones principales que aduce el Gobierno para intentar restringirla al máximo.

La proposición de ley orgánica que registró el PSOE el viernes pasado pretende excluir a las acusaciones populares de la fase de instrucción judicial y prohibir ejercer la acción popular a partidos políticos o asociaciones vinculadas a ellos.

Y es que, para el gobierno de España, tal y como ha expresado el ministro de Justicia Félix Bolaños, la acción popular es «una feria de ultras» con la que hay que acabar.

Pero las modificaciones propuestas no buscan mejorar la Justicia, sino cercenar la capacidad de la ciudadanía para actuar frente a los abusos de poder. Con el entorno político y familiar del presidente Sánchez investigado por la corrupción precisamente gracias a este mecanismo, es demasiado evidente la intencionalidad última de esta medida como para que nadie se pueda llamar a engaño.

Veamos.

La herramienta constitucional llamada acción popular de la que disfrutamos en España permite a cualquier ciudadano, sin necesidad de ser víctima directa, ejercer la acusación en procedimientos penales y participar en casos de interés público como corrupción, delitos medioambientales o protección del patrimonio cultural.

La posibilidad de que los ciudadanos inicien procedimientos legales sin ser directamente afectados depende en gran medida del sistema legal de cada país y del ámbito de aplicación.

A nivel europeo, España es efectivamente una excepción con su acción popular. En la mayoría de los países de nuestro entorno como Italia, Francia, Alemania o Portugal, este derecho está restringido a asociaciones y colectivos que representan intereses específicos.

Las iniciativas ciudadanas y los mecanismos de queja ante la Comisión de Peticiones del Parlamento Europeo y ante el Defensor del Pueblo Europeo permiten cierta participación indirecta.

En varios países de América Latina, inspirados por tradiciones del derecho continental, existen distintas formas de acción popular desarrolladas en su respectiva Constitución. Es el caso de Colombia, Perú o Brasil, generalmente asociadas a la protección de derechos fundamentales, colectivos y medioambientales.

La acción popular, ese hecho diferencial español que el actual Gobierno de nuestro país quiere mutilar o desactivar ahora, ha demostrado ser una herramienta clave en la lucha contra la corrupción. Especialmente en contextos donde las instituciones tradicionales enfrentan limitaciones o complicidades, al permitir que los ciudadanos y organizaciones participen directamente en procedimientos judiciales, incluso cuando no son víctimas directas.

En casos emblemáticos como el caso Gürtel, el caso Nóos o el caso ERE, la acción popular permitió la investigación y enjuiciamiento de figuras políticas de alto nivel. En muchos de estos casos, asociaciones y partidos políticos actuaron como acusadores populares. Tanto el PSOE (casos Gürtel, Púnica, Villarejo y, sí, también en el Caso Koldo) como el PP (casos ERE, Faisán y sí, también en el Caso Ábalos).

En delitos relacionados con el urbanismo y medioambiente, la acción popular ha sido utilizada para combatir prácticas corruptas que benefician a empresas o individuos a costa del interés colectivo.

Este mecanismo amplía la vigilancia sobre los actos delictivos, empodera a los ciudadanos para defender el interés público y contribuye a fortalecer el Estado de derecho, a fomentar la transparencia y a reducir la impunidad.

¿Cómo lo hace?

En primer lugar, ampliando la capacidad de denuncia. Que cualquier ciudadano, sin ser directamente afectado, puede actuar como acusador en casos de corrupción es especialmente relevante cuando las instituciones públicas encargadas de investigar y perseguir estos delitos, como la Fiscalía, enfrentan presiones políticas o falta de recursos.

En los delitos contra la Administración Pública, como los de corrupción, la acción popular es insustituible. Permite garantizar que las investigaciones no queden al arbitrio de las decisiones políticas o de los posibles conflictos de interés dentro del Ministerio Fiscal.

También, por supuesto, incrementando la presión para que se investigue cuando las autoridades competentes no actúan con la diligencia debida o se muestran renuentes a investigar. La acción popular puede forzar el inicio o continuación de un procedimiento judicial, y evitar así la impunidad en delitos de corrupción.

Además, al permitir la participación de los ciudadanos en casos que afectan al interés público, la acción popular actúa como un mecanismo de control ciudadano sobre las instituciones y funcionarios públicos, reduciendo el espacio para actos corruptos, fomentando la transparencia al asegurar que el proceso judicial sea más transparente. Lo que dificulta la manipulación de pruebas o decisiones judiciales en beneficio de los acusados.

Ciertamente, la acción popular ha sido objeto de abuso, en especial por parte de partidos políticos que la han utilizado como instrumento de extorsión o de lucha política.

Pero es muy relevante preservar su integridad y su propósito, por lo que yo comparto la propuesta que hacen juristas de referencia: delimitar su ejercicio a delitos de gran trascendencia social, como la corrupción, el terrorismo o los delitos de odio.

Como dejó escrito el reputado penalista Enrique Gimbernat en su Cerco a la acción popular de 2008, el único sentido de que la acción popular se incorporara en nuestra Constitución fue hacerla inatacable. Lo que se intenta con esta proposición de ley es, precisamente, lo contrario: acabar con ella.