- De lo que no hay duda es de que los ucranianos nunca participarán en el derrotismo ni aceptarán un plan que, por cualquier lado que se lo mire, equivaldría a una capitulación.
Nadie sabe, en el momento en que escribo, qué saldrá de la reunión del próximo viernes, en Alaska, entre Putin y el presidente Trump.
Si la «cumbre», como es probable, se mantiene, el primero habrá obtenido la foto que le valdrá el visado de regreso al concierto de las naciones.
El segundo habrá demostrado que no está abrumado por la ola de ira de su base, a la que había dicho: «saliven, buenas gentes, saliven, las revelaciones jugosas del caso Epstein están llegando» y que, en el último momento, ha privado de su pitanza.
Los europeos habrán sido apartados.
Zelenski, salvo un giro de última hora, habrá sido ignorado.
Y, aunque todo es siempre posible en el teatro político, aunque uno pueda soñar con ver a Trump tocado por la gracia ucraniana u obligado por la minoría de representantes que, dentro de su mayoría, no aguantan más ver a la Rusia putiniana, enemiga hereditaria de Estados Unidos, humillar su bandera y ridiculizar sus valores, lo más probable es esto.
Un plan estadounidense que tendrá la apariencia de sentido común, que embrollará las opiniones y que maquillará su infamia bajo el dudoso envoltorio de un «intercambio de territorios» que trueca tierras ucranianas (ocupadas y conservadas) por otras tierras ucranianas (donde el ejército de Zelenski resiste y que se le tendrá la bondad de dejar).
Una vez más, puedo equivocarme.
Pero he hablado con uno de los enviados de Trump. He defendido, en el Congreso, la causa de una Ucrania unificada, indivisible y libre, y tengo una idea bastante precisa de lo que quiere la mayoría de los Maga. Y hay que temer mucho que su última palabra sea, ay, esa.
Se puede imaginar, entonces, la alegría maligna de las opiniones, la euforia de los mercados financieros y las aclamaciones de los pacifistas que, al igual que los «tontos» de los que Daladier, de regreso de Múnich, le soplaba a Alexis Leger, alias Saint-John Perse, que no sabían qué fechoría aplaudían, tendrán el deshonor, y, muy pronto, una nueva guerra más terrible y más mundial aún.
Lo que no deja lugar a dudas, en cambio, es que los ucranianos nunca participarán en ese derrotismo ni aceptarán un plan que, por cualquier lado que se lo mire, equivaldría a una capitulación.
¿Por qué deberían hacerlo? Cuando han perdido a tantos de los suyos, cuando han visto acumularse montañas de muertos y cuando se cruzan todos los días, en todas las esquinas, con hombres y mujeres gloriosos convertidos en mutilados, ¿se puede borrar todo, como en una pizarra un cálculo mal hecho: «sufrido para nada, muertos para nada»?
Y, sobre todo, ¿hasta cuándo se repetirá, como discos rayados, que «el tiempo juega a favor de Rusia» y que «Ucrania está en dificultades» cuando la primera no ha conquistado, en tres años y medio, más que el 1% del territorio codiciado y no pasa una semana sin que la segunda muestre, en la misma Rusia, una victoria asombrosa que fuerza la admiración del mundo?
Aquí también, todo puede cambiar. Y nunca seré más ucraniano que los ucranianos.
Pero Zelenski no tiene ninguna razón para ceder ante una soldadesca rusa que sabe desmoralizada, reforzada por mercenarios aún más desmotivados y que, en ciertos frentes, recuerda el estado de ánimo de los combatientes de 1917 que ponían la culata en alto y preparaban la paz separada de Brest-Litovsk.
Queda la actitud de los aliados y, en particular, de Europa.
Si Ucrania rechaza la falsa paz, sin garantía de seguridad, que se intentará imponer en Alaska, y si Trump, exasperado, sale del juego, como no dejan de agitar la amenaza, en privado, sus consejeros («no exasperen al presidente, si el presidente se exaspera, enviará a todo el mundo a paseo y dejará a los beligerantes en su arenero»), ¿sabremos oponernos a una América que no hemos osado contrarrestar en el asunto de los aranceles aduaneros?
¿Recogeremos, en su lugar, el guante del desafío, sin precedentes desde hace ochenta años, lanzado al mundo libre por el Kremlin?
¿Es serio el ministro alemán de Asuntos Exteriores cuando, en visita a Kyiv, promete dotar a Ucrania de una «defensa aérea» digna de ese nombre?
¿La fórmula de una coalición de voluntarios lanzada, en Londres, el 2 de marzo, por el primer ministro británico Starmer era una idea en el aire, un proyecto nacido muerto, o se le darán los medios para existir antes de la conclusión de un alto el fuego del que todo indica que se haría, hoy, a expensas de los ucranianos?
¿Y será seguido el presidente Macron cuando repite, este sábado 6 de agosto, que las fronteras de Ucrania son nuestras fronteras, que su guerra es nuestra guerra y que al defenderla es también por nosotros que combatimos?
Europa, en Ucrania, está contra la pared. Es hoy o nunca, dice el gran maestro de los relojes que cuentan el tiempo de los hombres libres.
Un día, lo que Dios no quiera, la máquina infernal, lanzada a pleno régimen, será imposible de detener (y dirá: «era ayer o nunca, la hora ha pasado, es demasiado tarde»).