IGNACIO CAMACHO-ABC

  • Los nombramientos del TC son una provocación, un desafío de prepotencia del Ejecutivo. Un gesto de chulería y cesarismo

EL conflicto de Sánchez con el poder judicial ya no se puede analizar desde un prisma exclusivamente político porque ha entrado en el territorio del envite personal, de la chulería, del desafío. La decisión de nombrar magistrados del Constitucional a una alta funcionaria de Presidencia y a un ex ministro sólo es interpretable como una calculada demostración de arrogancia y cesarismo. Quiere ir al choque, exhibir la supremacía del Ejecutivo. Demostrar quién manda, pasar por encima de cualquier mínima convención de cortesía democrática, saltarse el principio de independencia de las instituciones mediante una provocación deliberada. Es una declaración explícita de ruptura de las reglas de juego sin otro objetivo que el de poner de manifiesto su falta de respeto al decoro de los procedimientos. Un mensaje claro de que está dispuesto a llevar hasta el final su voluntad de responder de la peor manera a todo aquello que considere un reto.

La crisis constitucional abierta por este doble nombramiento, que sitúa al TC ante una tesitura legal inédita, constituye una prueba de que el presidente contempla la separación de poderes como una minucia leguleya, una bagatela insignificante ante su posición de preminencia. La clave de la cuestión está en la descomunal soberbia del personaje, capaz de embarcarse sin reparos en una colisión de legitimidades para imponer su criterio sobre las más elementales apariencias de responsabilidad gobernante. Las normas de elección de los miembros de la corte de garantías estaban establecidas sobre la base de un compromiso tácito entre las dos grandes fuerzas bipartidistas, que se entendían mal que bien a través de concesiones recíprocas. El sanchismo ha roto todos los puentes para evidenciar que no admite cortapisas a su designio de autoridad omnímoda. Tal como hizo en la Fiscalía, ha asaltado el Alto Tribunal con un desembarco de paracaidistas.

Los precedentes de Enrique López o de Pérez de los Cobos no sirven como pretexto. Siendo hombres de obediencia de partido, lo que sin duda constituía un impedimento ético, al menos no aterrizaron en el Constitucional desde la pasarela del Gobierno. La designación de Campo y Díez representa un salto cualitativo que los invalida para pronunciarse sobre la validez de actos jurídicos gestados durante su reciente ejercicio en La Moncloa e incluso, en el caso del primero, firmados por él mismo. Esto en el estricto plano del Derecho; en el de la política se trata una absoluta arbitrariedad, una desviación abusiva que va mucho más lejos del habitual manoseo con que la partitocracia ensucia los mecanismos de contrapeso. Un fraude de ley, un desafuero en el sentido literal del término. Y en el ámbito reglamentario abre un debate complejo cuyo resultado, sea cual sea, dejará el ya muy dañado prestigio del TC por los suelos. He aquí lo que se llama un trabajo bien hecho.