IGNACIO CAMACHO, ABC 30/01/13
· Los detractores del régimen monárquico barruntan en la abdicación un escenario propicio al debate sobre la forma de Estado.
SI el Rey tuviese que disputar este fin de semana un campeonato senior de esquí es evidente que no estaría en condiciones, pero para ejercer las funciones —casi exclusivamente representativas— de la Jefatura del Estado no parece sufrir una merma inhabilitadora. Su osamenta maltrecha no justifica esta pasión abdicacionista recién crecida en ciertos sectores de opinión pública y el desgaste de la Corona es bastante menor que el del resto de las instituciones en medio de una crisis general de desconfianza en el sistema. En estos difíciles tiempos cualquier representante político, dirigente sindical o financiero o miembro del estamento judicial daría lo que no tiene por gozar de la estima, aceptación y respaldo que ahora mismo conserva la monarquía española.
Los partidarios de la abdicación real que agitan con oportunismo mimético el ejemplo holandés apuntan más bien a la institución que la persona. Por alguna razón los detractores del régimen monárquico, posición absolutamente legítima por otra parte, sospechan que su objetivo sería más asequible con un relevo en el Trono; quizá porque barruntan en esa hipótesis un escenario propicio al debate sobre la forma de Estado y porque saben que el supuesto de renuncia carece de regulación orgánica. La función de la monarquía en la arquitectura constitucional es la de proporcionar un marco de estabilidad simbólica a la Jefatura del Estado y el republicanismo intuye que podría abrir una fisura si se pusiera en marcha un mecanismo sin ordenación jurídica en un momento de convulsión social evidente. La sucesión natural sí está bien regulada en el Título II; por eso la impaciencia por acelerar el tránsito sugiere voluntad sospechosa de forzar una peripecia inédita.
Es difícil, en todo caso, que el potente instinto político de Don Juan Carlos no haya evaluado el principal riesgo de una operación de esta importancia, que es el de legar al Príncipe un contexto demasiado comprometido. El heredero dispone de contrastada experiencia institucional y sólida formación intelectual, moral, económica y política pero recibiría el Trono en un momento de especial delicadeza, con un enorme pesimismo colectivo presidiendo un horizonte social devastado y con problemas importantes pendientes de resolución en el propio entorno de la Corona. A priori se trata de un paisaje de extrema complejidad para sumarle un salto histórico de esta clase. Sólo al Rey corresponde en todo caso ponderar una decisión tan crucial y de sus recientes declaraciones y discursos cabe deducir que no parece en modo alguno dispuesto a anticipar su retiro.
En los últimos años hemos oído a la dirigencia pública repetir, en diferentes ámbitos argumentales, que España no es Grecia, ni Portugal, ni Gran Bretaña. Tampoco es Holanda. Fuera de comparaciones ventajistas, una nación sólo funciona bien cuando sabe interpretar sus propios paradigmas.
IGNACIO CAMACHO, ABC 30/01/13